Un mundo sin liderazgo
Los Estados Unidos no logran delinear un programa coherente para salir de Irak sin derrumbarse ante la opinión pública
El año no comienza bien en el gran teatro de la política mundial. Este juicio es de algún modo paradójico porque se inscribe en un ciclo de prosperidad, común en diferentes grados a todos los continentes, impulsado por altas tasas de crecimiento económico. Librada a su propia dinámica, la globalización de los intercambios parece ir cosechando sus frutos. Sin embargo, y más allá de estas transformaciones, se extiende por el planeta una sensación de creciente incertidumbre, cuando no de activo descontento.
Estos sentimientos ambivalentes no sólo tienen que ver, por ejemplo, con los efectos perversos de las modificaciones del clima, sino con el hecho evidente de que la política internacional no está a la altura de la globalización económica. Estos desfases entre el alto nivel de los cambios productivos y tecnológicos, y el bajo nivel de la política en cuanto pensamiento y praxis no son para nada novedosos. Desde los siglos XVIII y XIX, una corriente de la Ilustración, donde descuellan Montesquieu y lord Acton, nos viene alertando acerca de los desajustes históricos entre el progreso material y el progreso moral. Tal vez esta percepción de las cosas sirva de preámbulo para entender el desmoronamiento de los liderazgos políticos que hoy se puede comprobar en los centros del poder mundial.
El asunto incumbe en primer lugar a los Estados Unidos y al presidente George W. Bush. La única superpotencia con vocación ecuménica, solitaria y sobresaliente "república imperial" en los albores del siglo XXI padece en estos momentos una severa crisis de liderazgo. Empantanado en lo que se creía una guerra fulminante en Irak, de inmediato convertida en una duradera guerra civil entre facciones étnicas y religiosas, el liderazgo de Bush apenas tiene el apoyo de un tercio de la opinión de su país. A ello se suma la complicación derivada del régimen presidencial con elecciones intermedias. Luego de los comicios de noviembre, el presidente está obligado hasta el fin de su mandato a coexistir con el victorioso partido de oposición que controla el Congreso. Esta es la típica circunstancia de un "gobierno dividido": los republicanos en el Poder Ejecutivo y los demócratas en el Congreso.
Aun cuando se logre algún arreglo de estabilidad (no es la primera vez que esta relación de fuerzas se presenta en los Estados Unidos), la situación abre un interrogante de proporciones pues lo que está seriamente en cuestión es la definición de una política capaz de enfrentar los nuevos desafíos del siglo XXI. Luego del 11 de Septiembre, Bush pretendió delinear (e imponer) su política de guerra global al terrorismo y de instauración, también global, de la democracia. Los efectos están a la vista: la opinión pública norteamericana ha tomado nota del fracaso de esas intenciones. Por eso sanciona hoy al presidente con juicios desfavorables.
El problema de fondo no estriba tanto en los golpes fortuitos que puedan modificar el rumbo de los vientos de la opinión, sino en delinear un programa de reconstrucción alternativo frente al derrumbe. No se trata solamente de salir cuanto antes de Irak (sería una fuga sin sentido que, desde luego, Bush no acepta), sino de poner en marcha una política de reemplazo consensuada y creíble. Esta alternativa hoy no existe y, al no cuajar dicho empeño en nuevas propuestas, el mundo percibe el vacío y permanece a la expectativa.
Este último punto es posiblemente tan importante como el primero. No es necesario ampliar el análisis con más datos para percatarse de la atonía que hoy cunde entre las naciones llamadas centrales. Unas refugiadas en una estrategia de crecimiento económico que no atiende a las obligaciones emergentes en el campo internacional (China); otras, procurando rehabilitar, gracias al control de preciosos recursos energéticos, el antiguo rol de superpotencia (Rusia); las más, ubicadas en el espacio de la Unión Europea, estancadas en un proceso de carácter político e institucional que deseamos que sea de crecimiento y no de declinación.
En tal contexto no es de extrañar que, en ausencia de los liderazgos de reconstrucción, se multipliquen en el mundo toda clase de "liderazgos de aventura" (por proseguir citando a Guglielmo Ferrero, quien hace setenta años estableció esta distinción en sus estudios sobre las guerras y revoluciones europeas durante los dos últimos siglos). La aventura, desde que Bonaparte sentó sus reales sobre las convulsiones de la Revolución Francesa, tiene el sabor atractivo del cuestionamiento y la improvisación. De Teherán a Caracas, el espíritu de aventura aumenta en la medida en que se debilita el espíritu de reconstrucción: el más complicado de los escenarios sobreviene cuando en el seno mismo de la república imperial, devota desde sus orígenes del espíritu constructivo, se hace carne el espíritu de aventura. Entonces los papeles se trastocan y los planos se confunden.
Si nos atenemos a las declaraciones de David Petraeus, el general recientemente designado para dirigir las fuerzas armadas de los Estados Unidos en Irak, la situación en este país es "alarmante". Sus palabras prenuncian días más duros aunque ello "no quiere decir que no haya esperanzas". En rigor, conviene aferrarse a la esperanza para retemplar el ánimo porque no hay trago más amargo en política que padecer las consecuencias no queridas de las acciones y decisiones. El espíritu de aventura contiene muchos de estos ingredientes. Son condimentos que se agravan cuando las tradiciones institucionales son débiles y el fanatismo hace de las suyas, machacando sobre las injusticias que soporta la población mundial y soñando con ampliar para su provecho el espacio de la proliferación nuclear.
Para actuar sobre un tablero tan complicado hace falta ir poniendo los cimientos de un liderazgo de reconstrucción compartido. En vista de ello, muchas veces tenemos la impresión de que los movimientos espasmódicos de la aventura necesitan perentoriamente de timoneles responsables. Hoy prevalecen en el mundo los liderazgos científico-tecnológicos, los liderazgos religiosos, los liderazgos de las empresas multinacionales de la globalización y, cuestionando todo, los liderazgos de una contestación también global, más o menos peligrosos, que van del terrorismo a las mafias subterráneas. Es como si el papel de la política, como mediadora de valores e intereses y creadora de ideales históricos acerca del bien general de las naciones, hubiera quedado relegado a un segundo plano. Para colmo, cuando la política busca recuperar sus fueros, lo hace de una manera que no despierta apoyo suficiente.
Es que hoy la política en el mundo, en lugar de aproximar, distancia. La proximidad está en otra dimensión, entre los científicos, empresarios o líderes religiosos. Habría que preguntarse, sin embargo, qué virtudes pueden armar un edificio un poco más hospitalario con esos elementos dispersos frente a una población del planeta herida por la pobreza y las desigualdades. Este es un objetivo apetecible aunque todavía no se sepa bien con qué actores políticos alcanzarlo. Pero no hay que bajar los brazos en el esfuerzo de renovar liderazgos. Es una demanda que cada día que pasa se hace más urgente.
Por Natalio R. Botana
Para LA NACION
miércoles, 12 de marzo de 2008
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