miércoles, 19 de marzo de 2008

¿Qué pasará cuando el futuro nos alcance?

¿Qué pasará cuando el futuro nos alcance?

El futuro es un proyectil que se dispara en dirección de lo que todavía no existe. El pasado es la memoria de lo que ya no existe. El presente es el paso a través del cual el futuro se convierte en pasado. El presente es lo único que ahora existe arrastrando consigo, además de la fugacidad del instante, ese mínimo pasado que es la vivencia aún fresca y ese mínimo futuro que es la vecindad de lo inminente. Una nación temporalmente bien ordenada es aquella que alberga un equilibrio dinámico entre estas tres estaciones de la historia. Es aquella que se beneficia con una adecuada ecuación temporal. Si decimos de una nación que le está fallando su "ecuación temporal", estamos diciendo que alguna (o algunas) de sus dimensiones temporales está "atrofiada" en tanto otra (u otras) la agobia porque está "hipertrofiada". Hay, así, naciones utópicas. Son las que persiguen la realización de un futuro soñado que, pese a que ya ha demostrado no ser viable, las sigue movilizando obsesivamente. Así le pasó a la Unión Soviética, por ejemplo, entre 1917 y 1989. Hay, en cambio, naciones memoriosas, acosadas por algún recuerdo traumático que no consiguen superar o encantadas por algún recuerdo glorioso que las enreda en la nostalgia. Y hay naciones instantáneas, donde las urgencias del presente son tan intensas que les bloquean la memoria de lo que deberían recordar bajo la forma de un aprendizaje y el proyecto que las debería inspirar para seguir adelante. Dos peligros amenazan la ecuación temporal de los argentinos. Como se pudo apreciar en la recordación del 24 de marzo de 1976, todavía se movilizan sectores cerca y lejos del Gobierno que, en vez de superar lo que pasó hace treinta años a través de un aprendizaje que lleve a la reconciliación, sueñan con completar una venganza diferida. Tenemos un régimen político, además, que atiende exclusivamente a las consecuencias inminentes de sus acciones, como si la campaña electoral nunca cesara. En una situación donde el pasado y el presente reclaman una absoluta prioridad, ¿puede asombrar que el futuro brille por su ausencia? Pero el futuro, si bien todavía no existe, a su debido tiempo llegará. Vencedores y vencidos El camino a través del cual puede reabrirse el futuro de un país devastado por un traumático pasado es la consigna "ni vencedores ni vencidos". Esta fue la proclama que lanzó Urquiza después de derrotar a Rosas en Caseros. Fue gracias a ella que tanto los rosistas como los antirrosistas encontraron un lugar en el gran proyecto que nos legaron las generaciones de 1853 y de 1880. La proclama de Urquiza no ha sido única en nuestro tiempo. Bajo diversas formas también adhirieron a ella, por ejemplo, la España de la Guerra Civil en los pactos de la Moncloa y el Chile de la democracia que sucedió a Pinochet. En estos dos casos el futuro derrotó a un pasado traumático. En estos dos casos, porque no tuvo en su seno ni vencedores ni vencidos, la nación venció. Pero la Argentina contemporánea no pudo repetir la hazaña de Urquiza. No pudo hacerlo en 1955, cuando el general Lonardi fracasó frente al "gorilismo" antiperonista al intentar repetir la proclama de Urquiza, agudizándose de ahí en más el odio entre peronistas y antiperonistas cuyas secuelas no podrían frenar ni siquiera Balbín y el propio Perón con su abrazo de 1973, habida cuenta de que ya se había disparado la venganza montonera. Y no es que no haya habido un intento postrero por revivir aquel abrazo. Esta semana, el ex presidente Menem recordó en un artículo para LA NACION los esfuerzos que realizó en tal sentido. En 1985, en verdad, el presidente Alfonsín ya insinuó una reconciliación cuando, después de alentar el juicio de los comandantes de los años setenta, también promovió la ley de obediencia debida que, a la manera de los juicios de Nuremberg, procuró limitar el castigo a los supremos responsables de la represión, liberando a los jóvenes oficiales de aquella década. Menem intentó completar este legado al indultar a los responsables de los años setenta, militares y montoneros por igual. Pero ahora, si se cumple la previsión de que la Corte Suprema declarará que subsisten los delitos de los militares pero no los de los montoneros, la venganza diferida se abrirá otra vez camino a costa de la reconciliación. Podrá objetarse en más de un terreno a Alfonsín y aún más a Menem, pero el hecho es que es, pese a ellos, que en la Argentina actual sigue habiendo vencedores y vencidos. Poco importa para el caso que los vencidos de ayer sean los vencedores de hoy o viceversa, porque en ninguna de estas dos alternativas los miembros de una nación herida en su memoria pueden diseñar un futuro en común. El presente omnipresente Si el dominio del pasado sobre el futuro argentino es contraproducente, más inquietante todavía es el dominio del presente. En todos y cada uno de los temas de actualidad, en efecto, el Gobierno privilegia la gratificación a la mayoría que es capaz de ofrecer el presente por delante de una consideración racional del futuro. Esto es evidente en temas como las carnes y el régimen laboral. En el tema de las carnes, lo racional sería elaborar una política de mediano plazo que, cuidando los cortes destinados al consumo popular, permitiera la recuperación de la oferta ganadera para que, en pocos años, la Argentina contara con un rodeo ampliado capaz de satisfacer al mismo tiempo una gran demanda interna a precios accesibles y la gran demanda externa que no cesa de crecer. Esto significaría crear las condiciones para una inversión ganadera más intensa. Pero, al privilegiar la demanda interna actual sin tener en cuenta la previsible caída de la oferta de carne en el mediano plazo, el Gobierno genera al mismo tiempo el consenso de los consumidores y el desaliento de los inversores. Del mismo modo, tanto con las sentencias laborales de la Suprema Corte como con la preparación de una ley que no haría sino agravarlas, lo que se pretende es la protección de los empleos existentes hasta multiplicar sin límites las demandas por accidentes de trabajo y hasta dejar caer toda pretensión de ordenamiento laboral, ya que ni la embriaguez es causal de despido. Con ésta y otras medidas concordantes, en tanto los empleos actuales resultan incondicionalmente protegidos, se dificulta en la misma medida la creación de nuevos empleos. La Argentina del dominio del presente sobre el futuro ha invertido así la fórmula famosa de "mi hijo el doctor" que alimentó el ejemplar esfuerzo de nuestros abuelos. En vez de esta consigna que premiaba a los hijos gracias a la previsión de sus padres mediante una "gratificación diferida" en favor del futuro, el país deambula en busca de la "gratificación instantánea" de los votantes de hoy sin consideración a los argentinos que vendrán, como en un alucinante zapping de placer ansioso por efecto del cual los hijos ya no serán "doctores" sino, apenas, clientes domesticados por los planes sociales. Ya no importa la próxima generación sino la próxima elección. En un país que sacrifica las promesas del futuro a las urgencias del presente, todo se resuelve ya. Pero el futuro es en sí mismo un todavía. Un "todavía" que, cuando nos alcance, se convertirá en un ya menos satisfactorio aún que el que ahora padecemos.

Por Mariano Grondona

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