Alvaro Vargas Llosa
IBEROAMERICA: ENTRE EL POPULISMO Y LA RACIONALIDAD
La pobreza latinoamericana desmiente muchas teorías acerca de las causas del desarrollo. Estas teorías atribuyen el desarrollo a factores como una abundancia de recursos naturales, unos términos de intercambio favorables, una baja densidad de población, una buena educación y la cantidad de capital disponible.Venezuela es el quinto exportador de petróleo en el mundo y sin embargo el 53 por ciento de su población mal vive en la pobreza. El porcentaje de pobres ha subido de 44 a 53 por ciento en seis años aún cuando en ese mismo período el precio del barril de petróleo ha aumentado de 15 dólares a más de 50. Los recursos naturales y los términos de intercambio no son per se un factor determinante del desarrollo.Argentina, un vasto territorio con las tierras más fértiles del hemisferio, tiene una densidad de población de sólo 11 personas por kilómetro cuadrado y sin embargo se las ha arreglado para pasar de ser una de las doce naciones más prósperas del mundo a comienzos del siglo 20 a producir poco más de cien mil millónes de dólares al año en la actualidad, casi siete veces menos que España, un país con similar número de habitantes. La baja densidad poblacional tampoco es el secreto del desarrollo.Si la educación por sí misma fuese la condición previa del desarrollo, la disparidad productiva entre Argentina y España sería harto difícil de explicar, pues Argentina tuvo durante la mayor parte del siglo 20 un nivel educativo superior y una vida cultural más intensa que la de la madre patria.España ha pegado un salto cultural, pero nadie puede sostener que el cambio relativo de fortuna económica fue precedido por un cambio notable en los respectivos niveles educativos. Numerosos estudios señalan que el gasto español en educación, tanto estatal como privado, era menor que el de la mayor parte de las otras naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en los años 80´ y 90´, período en el que la economía de ese país creció a un ritmo superior al de la mayoría de las demás economías de la Unión Europea.¿Es acaso el stock de capital un factor determinante del desarrollo? En la década de 1990, más de 400 mil millones de dólares de inversión extranjera se precipitaron sobre la región. Sin embargo, la economía creció, por habitante, sólo 1.5 por ciento al año en promedio y la pobreza no disminuyó. Como anotó Peter Bauer hace 35 años, “aun cuando el aumento del capital sea un factor concomitante del desarrollo económico, no es una condición suficiente para que se produzca”. Los hechos confirman su conclusión de que “afirmar que el capital se va creando con el proceso mismo del desarrollo se ajusta más a la verdad que la afirmación según la cual el desarrollo se debe a la acumulación de capital”.Por tanto: si los recursos naturales, los términos de intercambio, el número de habitantes por kilómetro cuadrado, la educación y el stock de capital no son en sí mismos la madre del desarrollo, ¿qué factor lo es? Aún cuando algunos de estos elementos, en especial la acumulación de capital, son síntomas del desarrollo, y otros, como la educación, permiten explotar sus posibilidades, las causas de este proceso, como lo han comprendido muchos estudiosos, tienen que ver con el clima institucional. ¿Qué es el clima institucional? No tiene nada que ver con la meteorología. Se trata, más bien, de las reglas que gobiernan la vida en común y la estructura de premios y castigos dentro de la cual se desenvuelve la actividad humana, expresadas tanto en las leyes y normas de la sociedad como en los valores que informan la conducta de la gente.
Si el clima institucional es impersonal, tiende a descentralizar el poder y ofrece a los ciudadanos un alto grado de seguridad con respecto a su propiedad y sus contratos, el resultado suele ser un crecimiento económico sostenido y por tanto prosperidad a mediano plazo. Si las reglas limitan la capacidad de los gobernantes o de terceros de violentar el espacio soberano del individuo, el efecto será por lo general un marco que brinda incentivos para la iniciativa creadora de pequeños, medianos y grandes emprendedores, y por tanto para el ahorro y la inversión, precipitando el aumento de la productividad, que es lo que permite fabricar la riqueza de forma perpetua. Algunas investigaciones recientes han concluido que el PIB per cápita es dos veces superior en las naciones que protegen mejor la propiedad (23,796 dólares) que en las naciones que garantizan una protección sólo parcial (13,027 dólares). En aquellos países en lo que la protección es pobre, el PIB per cápita cae en picada (4,963 dólares).William Baumol ha escrito con razón que la actividad empresarial puede ser constructiva o parasitaria, dependiendo de las reglas que gobiernan la vida económica y de qué recompensas ellas ofrecen para las distintas actividades empresariales. Esa es la razón por la cual ciertos períodos de la historia –por ejemplo, la Revolución Industrial- muestran una explosión de la capacidad empresarial, mientras que otros –como la China medieval- delatan un prolongado marasmo. En Iberoamérica, aunque ha habido períodos excepcionales, la norma ha sido un clima en el que se ha recompensado a los parásitos antes que a los emprendedores porque el éxito o el fracaso eran resultado de la competencia en el mercado político en lugar del mercado económico. Stanislav Andreski se refería precisamente a este tipo de sistema cuando escribió que las instituciones tradicionales de la mayoría de países latinoamericanos constituyen “una involución parasitaria del capitalismo”, a la que definió como “la tendencia a buscar beneficios y alterar las condiciones del mercado por la vía política en el más amplio sentido de la palabra”.El corporativismo, el mercantilismo de Estado, el privilegio, la transferencia de riqueza y el derecho politizado o ley política –lo que en un reciente libro llamo los cinco principios de la opresión- han sofocado el espíritu de empresa impidiéndole realizar su potencial. Un potencial expresado, por ejemplo, en el hecho de que los latinoamericanos que han emigrado a los Estados Unidos generan suficiente capital como para enviar a casa más de 40 mil millones de dólares cada año. Ayer y hoy, el sistema parasitario ha impedido el desarrollo.En la época colonial, los latinoamericanos tenían poco acceso a la propiedad de la tierra o al comercio. La Iglesia poseía más de la mitad de la tierra en México y controlaba la cuarta parte de las edificaciones en la ciudad de Lima. En tiempos republicanos, las instituciones oficiales nuevamente impidieron el acceso de la mayor parte de la población a la propiedad y al comercio libre. Mediante el uso de la violencia, la legislación discriminatoria, concejos municipales controlados por las élites que marginaban a los locales y usurpaciones abiertas, la tierra fue rápidamente concentrada entre unos pocos privilegiados.En el siglo 20, la revolución y el populismo fueron la respuesta a este inicuo estado de cosas. El resultado no fue la liberación de las masas, sino la elevación del parasitismo a nuevas cimas. La Revolución mexicana emprendió la reforma agraria y siguió expropiando tierra hasta la década de 1970, distribuyéndola a través del sistema comunal del ejido en distintas etapas. Después de 1950, otros países hicieron sus propias reformas agrarias, desde Guatemala en 1952 y Bolivia en 1953 hasta el Perú en los años 70´, pasando por la dictadura marxista de Fidel Castro. Variaron los métodos –Bolivia legalizó invasiones, Perú expropió haciendas y las convirtió en centenares de cooperativas estatales- pero el desastre fue el mismo.El populismo agrario no convirtió a los campesinos sino a Estado en dueño de la tierra.
Esta nueva forma de concentración de la propiedad y el hecho de que mucha de la tierra intocada por la reforma estaba constituída por minúsculos minifundios improductivos explican en parte por qué en las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial la agricultura creció a la mitad del ritmo de la industria. Los campesinos sólo pudieron volverse propietarios cuando, como ocurrió en el Perú después de 1976, las cooperativas estatales empezaron a vender la tierra ilegalmente a las asociaciones rurales. Pero como la parcelación de la tierra era ilegal, el desarrollo de estas tierras fue mínimo.El “nacionalismo económico” es la expresión que tal vez mejor describe el espíritu y la letra del siglo 20 iberoamericano en materia de instituciones. Sus dirigentes e intelectuales atribuyeron el subdesarrollo a los injustos términos de intercambio entre las materias primas baratas que salían de la “periferia” (los países pobres) y las manufacturas caras que salían del “centro” (los países ricos). Como –se decía- los países ricos monopolizaban el capital y la tecnología, los pobres estaban en desventaja “estructural” porque con sus materias primas baratas no ganaban suficientes divisas para importar el capital y la tecnología necesarios para sostener altos niveles de inversión y para comprar las manufacturas que los ricos también “monopolizaban”. A fin de corregir esta injusticia, Iberoamérica se erizó de barreras contra el comercio y los Estados dirigieron los recursos y energías de la sociedad, mediante subsidios, controles y discriminación legal, hacia ciertas industrias preferidas, al tiempo que confiscaban empresas y creaban nuevas entidades públicas. ( Juan Domingo Perón en Argentina)La sustitución de importaciones campeó de un confín a otro de América. Su inercia precipitó a los gobiernos por una pendiente de nuevas y mayores formas de depredación. Si el Estado quería dirigir la inversión hacia determinadas industrias, la lógica conducía a la captura directa de las empresas. Si el Estado debía decidir qué debía y qué no debía importarse, lo mejor era que creara un ente estatal y le otorgara el monopolio comercial. (el IAPI en Argentina)Si el Estado pretendía estimular ciertas actividades fuera del ámbito de las empresas estatales, se hacía indispensable fijar sistemas de permisos y licencias –industriales, comerciales o profesionales- muy estrictos. Si los injustos términos de intercambio y el monopolio que los países ricos ejercían sobre el capital habían producido el subdesarrollo de los países pobres, urgía establecer controles de cambio y de capitales. Si los Estados habían decidido expandir artificialmente la moneda imprimiendo billetes o multiplicando el crédito para elevar el gasto público, había que combatir la inflación mediante el control de precios. Si el crédito era esencial para engrasar la maquinaria industrial, había que subvencionar el crédito. Si se trataba de expandir la demanda para vigorizar la producción, la negociación colectiva, en muchos casos no por empresa sino por ramas, se haría cargo de que los trabajadores tuvieran con qué comprar esos productos.El populismo se apoyó en una considerable inversión extranjera. Como suele ocurrir cuando el Estado concentra la inversión en un área en particular y realinea la economía mediante una asignación de recursos coactiva, muchos países latinoamericanos experimentaron entre la década de 1940 y la de 1970 cierto crecimiento industrial. Pero los principios económicos de este modelo, cuyos resultados estadísticos no reflejaron mejoras comparables en los niveles de vida y consumo de la gente, estaban viciados de raíz. Hacia 1972, el porcentaje de la economía representado por la agricultura había caído a 15.4 por ciento, pero esa actividad, que padecía de muy baja productividad, empleaba a más del 40 por ciento de la población. Hacia 1970, la tasa de mortalidad infantil en América Latina era tres veces superior a la de los países de la OCDE. Las políticas del nacionalismo económico incubaron una crisis que fue disimulada por los cuantiosos préstamos recibidos en los años 70´ pero que acabó de estallar, atrozmente, en los 80´. Un dato resume bien la catástrofe: entre la década de 1970 y 1990, el PIB per cápita de Argentina se redujo en 25 por ciento.
El populismo económico resultó una nueva forma de hacer lo mismo que antes: drenar los recursos de los ciudadanos corrientes para sostener una estructura en la que sólo los parásitos acoplados al poder político podían triunfar. El ciudadano se vio ante una disyuntiva simple: “esquilmar o ser esquilmado”, según la frase feliz de Andreski.
Esa es, en gran parte, la fuente del desorden social, la inestabilidad política y la abdicación moral que para el resto del mundo identifican a América Latina.Hacia mediados de la década de 1980, el gasto público representaba el equivalente a 61 por ciento de la economía de México. En Venezuela, por esa misma época, el Estado consumía más de 50 por ciento de la riqueza nacional. En el Perú, hacia 1990 las empresas del Estado generaban un déficit anual de 2 mil millones de dólares. En Brasil, en los años 80´ el Estado ya era dueño de unas 560 empresas y consumía más de 40 por ciento de lo que se producía. Todo esto perennizó el subdesarrollo. A comienzos del siglo 20, una revolución había segado cientos de miles de vidas en México en nombre de los campesinos. ¿Y qué ocurría a fines de siglo? Por entonces, 60 por ciento de los mexicanos que vivían en la extrema pobreza pertenecían al ámbito rural aun cuando no más de un cuarto de la población vivía en el campo.Cuando este invento hizo crisis, se dio inicio a las reformas “neoliberales”. La hiperinflación, el estancamiento económico, la lucha entre las distintas facciones de parásitos que dependían del sistema en vías de desintegración, la creciente ilegitimidad del Estado reflejada en el desborde popular y acaso una secreta envidia por el ejemplo chileno, dieron pie a la era reformista. Pero, a pesar de éxitos iniciales como la domesticación de la inflación, la atracción de inversiones extranjeras y la alegría de los comercios que se llenaron de bienes importados, se perdió una oportunidad dorada. Lo que realmente ocurrió en esa época es lo que los liberales del siglo 18 llamaban “mercantilismlo” y lo que los gringos llaman el crony capitalism o capitalismo de compinches, en lugar de la descentralización del poder mediante la des-socialización de la economía, la difusión de la propiedad y la eliminación de las barreras que impiden al libre acceso a los mercados.Exceptuando a Chile, cuyas reformas empezaron durante la dictadura de Augusto Pinochet y fueron más lejos, Bolivia, México, Perú, Argentina, El Salvador, Brasil, Colombia y otros países sufrieron muchas transformaciones entre 1985 y el año 2000. Con distinto énfasis y profundidad, el proceso empezó con un esfuerzo por embridar las desbocadas políticas monetarias y fiscales del pasado, así como por liberar muchos precios. Continuó con una cierta liberalización del comercio y el sistema financiero, y desembocó en la privatización de empresas públicas. Pero estas reformas fueron mediatizadas por otras medidas, de carácter centralista y dirigista, de modo que el resultado no fue una sociedad libre. En algunas áreas, como la justicia, no hubo siquiera un ensayo de reforma significativa, lo que perjudicó la vida política, económica y cultural. Sin instituciones fuertes que protejan la propiedad y hagan valer los contratos, la transición a una economía de mercado se frustra y la cultura nacida del intervencionismo se traduce en la desconfianza, la depredación y la dependencia generalizadas. En este período, América Latina mostró al mundo que una economía privada no es lo mismo que una economía libre y que a menudo privatizar activos puede conducir a nuevas y perversas formas de privilegio y parasitismo. En resumidas cuentas, que existe un pseudoliberalismo de estirpe populista.En efecto, las reformas “neoliberales” reemplazaron la inflación con nuevos impuestos, las altas barreras arancelarias con bloques comerciales regionales, los monopolios estatales con monopolios privados, los controles de precios con entes reguladores. En última intancia, los ingresos extraordinarios obtenidos por los Estados a raíz de las privatizaciones crearon nuevos compromisos que los gobiernos no pudieron honrar una vez que la fuente se secó. Así, el “libre mercado” se tradujo en altos niveles de gasto publico, aumento de la deuda pública, más impuestos. Las consecuencias más dramáticas de todo esto se vieron en Argentina a fines de 2001, cuando el gobierno se declaró en suspensión de pagos y la crisis desembocó en una devaluación del peso a razón de 300 por ciento, la confiscación artera del ahorro del pueblo y la pauperización de millones de ciudadanos de la noche a la mañana.
Si tomamos como referencia sólo la década de 1990 y dejamos de lado la recesión posterior, encontramos que el aumento del PIB por habitante fue risible. En esa etapa, la economía de México, por ejemplo, tuvo en promedio un crecimiento anual equivalente a un tercio del que se había dado en promedio entre 1940 y 1980, lo que llevó a muchos a añorar los buenos tiempos del populismo.Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el gasto público no disminuyó en ningún país en la década de 1990, y en algunos aumentó considerablemente en relación al tamaño de la economía. Esto mismo pasó en Brasil, donde el porcentaje de la riqueza nacional consumida por el Estado creció más de 30 por ciento. ¿De qué sirvió, por otro lado, que la economía argentina creciera más de 50 por ciento en toda la década si el gasto fiscal –incluido el de los gobiernos locales- aumentó en más de 100 por ciento? En la época dorada de ese país, a fines del siglo 19, el gasto público combinado no superaba el 10 por ciento del tamaño de la economía). Si uno se demora en las distintas áreas de las reformas, encuentra que la consecuencia no fue la transferencia de poder a los ciudadanos sino lo contrario: nuevas formas de concentración de poder en manos de la burocracia y de sus allegados sustituyeron –o prolongaron- el viejo modelo populista. En ciertos casos los ciudadanos obtuvieron mejores servicios por parte de empresas privatizadas, pero estos beneficios fueron compensados por lo altos precios y tarifas debidas a los monopolios. El consumidor en muchos casos quedó en condiciones de ejercer pocas opciones en el mercado, excepto en el acceso a nuevas importaciones, y el productor se vio impedido de franquear muchas barreras organizadas para proteger a una minoría.Aquí van algunos ejemplos. La reforma tributaria redujo los impuestos a la renta y al capital, pero debido a los nuevos compromisos del Estado, surgieron nuevos impuestos una vez que el dinero de las privatizaciones se agotó. En el Perú el impuestos a las ventas se disparó. En ese mismo país, como había ocurrido en Brasil, se acabó creando un impuesto a las transacciones bancarias.La reforma comercial adoleció de vicios parecidos. Los gobiernos redujeron los aranceles a la mitad o a la tercer parte, pero los bloques regionales –el Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones y otros- impusieron valladares contra los productos procedentes de fuera. Hechas las sumas y las restas, en Argentina 71 de 97 grupos de productos vieron sus aranceles aumentar en lugar de disminuir. Ciertos bienes y servicios –los productos lácteos en el Perú, los automóviles en Argentina, el calzado en México- recibieron una protección masiva. Ahora, ha surgido la Unión Sudamericana de Naciones con el objetivo de siempre: la integración. Y ya casi todos sus miembros –Brasil y Argentina, Perú y Chile, Colombia y Venezuela- se están tirando los trastos a la cabeza por oscuras disputas vecinales.La reforma financiera no resultó menos prostituida. Fueron eliminados los topes a los tipos de interés, muchos controles de capital desaparecieron y los encajes o reservas bancarias disminuyeron, pero los Estados otorgaron garantías non-sanctas a los bancos privatizados de tal modo que a su amparo nacieron virtuales oligopolios. En esas condiciones, era inevitable que los sistema financieros sucumbieran a los préstamos irresponsables. En México, la factura del colapso bancario conocido como Fobaproa (Fondo Bancario de Protección al Ahorro) costó 70 mil millones de dólares al público.La reforma en el campo de la inversión sedujo a muchas compañías extranjeras, pero los constantes cambos de reglas de juego y la falta de transformaciones en otras áreas llevaron a que, una vez que aparecieron en el horizonte posibilidades menos riesgosas, centenares de compañías liaran bártulos. Los altos costos tributarios de México y los no menos onerosos costos derivados de la propiedad estatal de la energía animaron a cientos de empresas a emigrar a China en estos últimos cuatro años.
En Argentina, mientras tanto, el actual Presidente, el “pingüino” Néstor Kirchner, ha culpado a los inversores extranjeros por los apagones y la escasez de energía, pero la culpa es de los controles de precios aplicados por los “reguladores”.
La legislación laboral es un área en la que casi no hubo reforma, razón por la cual durante el período de inversión extranjera considerable y de alto crecimiento el desempleo siguió registrando dos dígitos. Las leyes argentinas son particularmente restrictivas y en algunos casos su origen se remonta a la fascinación de Juan Domingo Perón por los códigos corporativistas de Mussolini.En cambio, las reformas fueron mucho más consistentes en Chile. Ese país goza hoy una libertad de comercio bastante mayor, con un arancel promedio de 6 por ciento que, en la práctica, debido a numerosos Tratados de Libre Comercio, no sube de 3 por ciento, con pocas excepciones. La propiedad se ha extendido de muchas formas, en especial mediante la privatización de las viviendas municipales y de las pensiones. Esta última ha engordado el ahorro interno y, lo que es más importante, ha dado a los ciudadanos del montón acceso a la propiedad y el capital, y por tanto generado en ellos un interés creado en la preservación el modelo. El gasto público, aunque es alto, no excede el 25 por ciento del PIB y Chile es sin lugar a dudas el país que ofrece la mayor seguridad para los contratos. Gracias a ello, la economía informal no abarca más de una quinta parte de la economía –entre una mitad y una tercera parte de la proporción de otros países de la región. La tasa de inversión anual es de un 22 por ciento, mientras que en la mayoría de los demás países languidece entre el 12 y el 16 por ciento, y los chilenos exportan más de 45 por ciento de su producción, cifra muy superior a la de sus vecinos. Con 18 por ciento de la población todavía en situación de pobreza y una prosperidad sólo relativa, todavía distante de la de una Irlanda o una Nueva Zelanda, es obvio que ese país necesita un nuevo impulso reformista. Pero es una excepción en el continente: algunos economistas calculan que podría superar el subdesarrollo en el 2020 si creciera hasta entonces un promedio de 6 por ciento al año.Una de las áreas menos mentadas de la reforma latinoamericana es la de la justicia. Se dice a menudo que la justicia es la Cenicienta de los Estados de la región porque se ve obligada a operar con bajos presupuestos. La mayoría de países destinan no más del 2 por ciento de sus presupuestos al sistema judicial, y casi todo ese dinero se va en salarios. Pero los recursos que los políticos asignan a los tribunales y jueces guardan escasa proporción con la importancia real que les confieren, a juzgar por el ahínco y hasta la vehemencia con que se dedican a controlarlos y corromperlos.“La justicia es como la serpiente: sólo muerde a los descalzos”, dijo el arzobispo Arnulfo Romero –célebre progresista- antes de perecer trágicamente en la contienda salvadoreña de los años 80´. La frase captura bien la esencia del sistema judicial latinoamericano. El es un arma del poder político y del mercantilismo económico, no un factor que limita el poder y garantiza derechos individuales. El acceso, por los costos, está en la práctica reservado a una minoría. Un problema esencial está en la confusión entre derecho y legislación. Se asume que las normas y leyes dictadas por el Congreso o por la burocracia son legítimas fuentes de derecho, digan lo que digan. Esta confusión está tan arraigada que, aun cuando otras áreas sufrieron transformaciones importantes en la etapa reformista, el sistema legal y judicial siguió funcionando como siempre. Los países en los que la justicia es menos corrupta y menos vulnerable al manoseo de los políticos son también aquellos en los que ha habido instituciones civiles más fuertes (como Costa Rica) y en los que los patrones éticos y la separación de poderes ha sido tradicionalmente mayor (como Uruguay).
Que no hubiese una auténtica reforma judicial no significa que quienes ejercían el poder no se enfrascaran en vivas discusiones –y a veces hasta actuaran en consecuencia- sobre la mejor forma de escoger a los jueces, la urgencia de poner al día la tecnología, la añorada recomposición de la estructura de los tribunales o la sempiterna descentralización de la judicatura. Pero el problema no reside en cómo se nombra a los jueces o cómo se estructuran los tribunales, sino en la falta de independencia frente a los gobiernos, que han politizado el derecho sustrayéndolo a la experiencia evolutiva de los pueblos y a los principios morales que en toda nación civilizada se sitúan por encima del poder del Estado. También, desde luego, en el alto costo de acceso a la legalidad y la ineficiencia de la judicatura latinoamericana. Por no atacar estos factores, o hacerlo parcialmente, todas las tentativas de reforma han fracasado. La nueva Constitución brasileña de 1988 prometió una ambiciosa reforma judicial, que se intentó llevar a cabo con entusiasmo en los años siguientes. Lo único que se logró fue que el mayor acceso a los tribunales por parte del público generara un cuello de botella, multiplicando por diez el número de casos pendientes en la siguiente década.América Latina no extrajo las conclusiones adecuadas del mediocre resultado de los años 90´. La primera década de este nuevo milenio ha atestiguado el tumultuoso y altisonante regreso del populismo, aun cuando con menos desenfreno que en el pasado, gracias a la extendida creencia de que lo que falló en la década previa fueron los mercados libres antes que el corporativismo, el mercantilismo de Estado, el privilegio, la transferecia de riqueza y el derecho politizado, los viejos súcubos de la región. Allí sigue, desde luego, la monstruosa tiranía de Fidel Castro y Venezuela es un caso extremo, en el que la democracia ha sido hecha jirones, donde el dinero del petróleo ha perpetuado el clientelismo de siempre, donde la propidad privada es asaltada a diario por turbas o leyes de medianoche y donde la pobreza ha aumentado en los últimos seis años a ritmo de escándalo. Pero hay otros casos más sutiles que no dejan de ser preocupantes. La inflación acumulada entre mayo de 2003 y abril de este año en Argentina, bajo el mando de Kirchner, alcanzó dos dígitos y fue superior a la inflación acumulada desde 1993 hasta 2001, es decir en los 8 años precedentes. El Estado argentino aumentó la oferta monetaria en este breve lapso , mantuvo un tipo de cambio artificialmente alto para contentar a los industriales ligados al poder, creó nuevas empresas públicas (incluyendo una energética), aumentó los recursos destinados a obras sociales con fines clientelistas como ”Jefes y Jefas de Hogar”, financió obras públicas cuantiosas, desató una campaña política contra los inversores extranjeros que habían comprado empresas de servicios públicos y decidió desconocer la mayor parte de la deuda contraída con los tenedores de bonos, incluidos millones de argentinos comunes y corrientes. Gracias al efecto “rebote” de la anterior recesión y a los altos precios de los productos tradicionales de ese país en los mercados internacionales, ( la soja que se le vende a China en otras)ha habido un crecimiento económico en estos últimos dos años, como ya ha ocurrido muchas veces en el pasado, pero el resultado ha sido el disimulo temporal de las duras realidades que acompañan al populismo.
En otros países, como México, la apertura del sistema político y la libertad de expresión que existen desde la transición del año 2000 no han venido acompañadas de reformas institucionales importantes. El populismo ha ido ganando terreno otra vez como respuesta a la falta de imaginación reformista de parte de las autoridades. Millones de mexicanos que expresan renovado entusiasmo por el viejo populismo no han aprendido las lecciones, por ejemplo, del hecho de que Corea del Sur, una nación que era subdesarrollada hace tres décadas y tiene menos de la mitad de la población que México, registre hoy una renta por habitante 5 veces mayor a la de ese país iberoamericano gracias a una serie de reformas de libre mercado. En el Perú, país que colinda con Chile, casi no ha habido reformas desde la transición a la democracia en 2001. Los anémicos esfuerzos por privatizar empresas estatales han encontrado violenta resistencia, lo que explica que haya aún 48 empresas públicas que abarcan áreas importantes de la economía. Ninguno de los actores políticos principales osa sugerir su privatización. Algunas reformas han tenido lugar en Colombia, donde la reducción de costos administrativos ha permitido un aumento de 16 por ciento en el número de nuevas empresas inscritas, pero la guerra hace muy difícil darle a esto un seguimiento cabal.El efecto acumulado del estatismo en los países latinoamericanos ha sido la bifurcación de la sociedad en dos vías distintas: un segmento de la población participa de la globalización y los avances tecnológicos de la era informática, mientras que la otra opera muy por debajo de su potencial, incapaz de traducir su iniciativa empresarial en la creación sostenida de riqueza.Las estadísticas macroeconómicas eluden estas verdades, dándonos un cuadro engañoso, por lo general influído de forma desproporcionada por las exportaciones primarias y otras variables que se benefician de un contexto internacional amigable.Lo que urge a estas alturas es algo similar a lo que ocurrió en la Inglaterra del siglo 18 cuando los reformistas Whig decidieron deshacer mucha de la legislación –y sus correspondientes entidades burocráticas- herededa del pasado. Hacia el tercer cuarto del siglo 18, más de 18,000 normas habían sido derogadas, es decir cuatro quintas partes de la jungla legal acumulada desde Enrique III. El proceso estuvo presidido por el principio de la libertad indidivudal: la mayor parte de las normas que socavaban la libertad individual fueron eliminadas de modo que el poder del Estado sobre los ciudadanos se redujo drásticamente. A eso, en parte, se debió la Revolución Industrial.Un estudio reciente de la Facultad de Derecho Universidad de Buenos Aires, en Argentina, indica que la acumulación de leyes en ese país hace que 85 por ciento de ellas no se puedan siquiera aplicar porque se contradicen o porque existen duplicidades absurdas. En muchos casos, siguen figurando en el papel aun cuando ya han sido tácitamente derogadas. Este laberinto normativo hace que los ciudadanos no sepan cuál es la ley y a menudo la desobedezcan. Según el estudio, hay en la actualidad unas 26,000 leyes y normas pero sólo 4,000 son aplicables. Esta es la hazaña del desenfeno normativo (incluyendo decretos del poder ejecutivo y el Presidente) de varios gobiernos sucesivos, democráticos o dictatoriales, desde que Argentina se independizó de España.
Cualquier esfuerzo de reforma que vaya en serio y pretenda liberar a los ciudadanos de la descomunal acumulación de poder por parte del Estado y de la inseguridad jurídica imperante, así como dejar correr sin cortapisas la energía creativa actualmente maniatada por las malas instituciones y la deformación del Estado de Derecho, deberá purgar la legislación y transferir numerosas responsabilidades a la población.
Esta transferencia permitirá que las institucions oficiales se acerquen mucho más a la realidad, es decir a las costumbres y deseos de gente ha ido generando a lo largo del tiempo, a modo de supervivencia, instituciones paralelas y precarias. Una vez que las instituciones sean despojadas de sus dimensiones socializantes y autoritarias, ellas cesarán de expropiar las pertenencias de la gente del común, de sofocar su espíritu de empresa mediante barreras que les impiden competir en los mercados y ser consumidores soberanos, y de redistribuir matonescamente la riqueza. No se trata, por cierto, de abolir el altruismo sino de privatizarlo, de modo que deje de ser un acto de coacción y pase a ser un ejercicio de la voluntad. Los paìses màs pròsperos son tambièn aquellos donde las actividades benèficas mueven los volúmenes màs ingentes de recursos y generosidad.Aquí van algunos ejemplos de leyes que deben ser eliminadas o al menos reemplazadas por otras que tengan el efecto de suprimir lo que hay en ellas de intervencionista y abusivo.En primer lugar, una serie de leyes limitan la capacidad empresarial de la gente mediante el uso de permisos y licencias; impiden el surgimiento de nuevas empresas al sostener las de propiedad estatal; crean escasez y encarecen los bienes y servicios mediante controles de precios o reglamentos teóricamente ideados para defender al consumidor; abortan las economías de escala mediante leyes “antimonopolio” que en verdad los alientan; violentan la producción mediante la redistribución forzosa de riqueza a través de subvenciones y aranceles, y benefician a ciertas industrias a expensas del resto con la excusa del “fomento” (temible palabreja) de sectores estratégicos. Todo esto segrega a su vez aparatos burocráticos sostenidos con el dinero de los contribuyentes mediante impuestos altos que penalizan el ingreso, el ahorro, la inversión, el consumo y el comercio.En segundo lugar, hay muchas leyes que permiten al Estado endeudarse. Otras restringen la competencia en el sistema bancario, imponen reservas o encajes arbitrarios, o hacen difícil la participación en los mercados de capitales a través de obstáculos jurídicos y el cobro de altas comisiones. Lo mismo ocurre con el mercado de seguros, donde restricciones equivalentes aumentan los precios.En tercer lugar, muchas leyes violan la libertad de contrato y asociación entre empleadores y empleados, confiriendo poderes monopolísticos a ciertos sindicatos y forzando la negociación colectiva por industrias, algo que daña la capacidad del mercado de generar empleo aun cuando hay mucha inversión.En cuarto lugar, la educación y la salud siguen padeciendo la fuerte presencia del Estado tanto a través de la provisión directa de estos servicios –por lo general controlados por sindicatos politizados- como a través de normas que encarecen o hacen imposible el surgimiento de muchas empresas dedicadas a brindar educación y salud.Finalmente, encontramos muchas leyes que crean jurisdicciones especiales –y por ende privilegios- así como otras que dan a las autoridades políticas injerencia en la justicia. Otros instrumentos legales –especialmente los códigos civiles y penales, y los respectivos códigos procesales- invaden todas las esferas de la vida individual y familiar mediante un abracadabrante número de mandatos y restricciones que llevan el disfraz de la protección de la salud pública, el medio ambiente y la paz social.
Hasta que éstas y otras intromisiones autoritarias, discriminatorias y oligárquicas cesen, y muchas de estas áreas ahora en manos de los políticos y burócratas queden, en palabras del británico Burke, “libradas al sabio y saludable descuido”, será imposible para más de 400 millones de latinoamericanos prosperar como lo hacen tantos otros países del mundo.
Gracias a ciertas inscripciones cuneiformes sabemos que hacia el año 2,400 a.C. un hombre llamado Urukagina lideró un levantamiento popular contra el Estado oligárquico de Lagash, una de las ciudades-Estado de Sumeria, en la antigua Mesopotamia, acusando a los grupos de interés –sacerdotes, administradores, el gobernador- de actuar en beneficio propio desde el poder, de usurpar propiedades ajenas y de esclavizar al pueblo. “El sacerdote ya no pudo invadir más el jardín del hombre humilde”, dice el documento que contiene sus reformas y que dio a la raza humana la primera palabra escrita de que se tenga noticia que significa libertad: amagi (literalmente, “un regreso a la madre”, en referencia a un idílico pasado en el que los dioeses querían que los hombres fueran libres). Prohibió a las autoridades, eclesiásticas y civiles, apropiarse de las pertenencias y posesiones de los plebeyos, suprimió a la mayoría de recolectores de impuestos, limitó el poder que tenían los jueces de adoptar decisiones a favor de los oligarcas que explotaban al débil y sacó al Estado de temas como el divorcio. Aunque Lagash prosperó, el reino de Urukagina sucumbió a un rey rival una década después. Ese remoto y hermoso antecedente, quizá el primer caso de reforma liberal de la historia, nos habla de la vieja lucha contra el colectivismo, el saqueo y el despotismo del Estado. Lo traigo a colación como prueba de que muy distintas culturas y pueblos llevan milenios pugnando por defender la libertad individual pero también para compartir con ustedes la esperanza de que nuestras tierras produzcan más temprano que tarde un esfuerzo semejante pero más duradero.
martes, 18 de marzo de 2008
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