martes, 18 de marzo de 2008

Cómo nos ven

Cómo nos ven

José Rodríguez Elizondo (Chile)

Historieta de Perón

En un reciente artículo publicado en el diario La Tercera en ocasión del aniversario de la muerte del ex presidente argentino, el periodista, escritor y ex diplomático chileno sostiene que “al culpable y supremo chanta, igual que a Maradona, la mayoría de los argentinos sigue perdonándole todo”.


Domingo Perón es más un personaje de la historieta que de la historia. Tomas Eloy Martínez intuyó que, para acercársele, era mejor intentar la novela. De él aprendió Carlos Saúl Menem eso de caracterizarse -como Facundo Quiroga, en su caso- para derivar, después, a protagonista de reality shows. Es un tratamiento que a nosotros, chilenos aburridos, se nos escapa. Quizás porque hemos tenido más dirigentes opacos que líderes carismáticos o porque nunca tuvimos un gobernante tan resbaloso. Gracias al legado de Portales, cualquiera puede encajar a nuestros próceres en cajitas politológicas de manejo fácil. Por eso, los peronólogos tratan de captar al mito según cronologías, la influencia que ejercieron sus mujeres básicas o el protagonismo que permitió a sus adláteres. Es más práctico, pues con las cajitas peronistas se hacen un lío. Baste señalar que Perón fue un presidente elegido y un dictador reelegido, un líder populista y estatista, un gobernante anticomunista apoyado en los sindicatos y parte del empresariado nacional, un militar derrocado por las FFAA, un exiliado socialista y pro-guerrillero, un dialoguista aficionado al esoterismo y un presunto estadista que retorna para abrir la economía y reprimir a las izquierdas con un precursor terrorismo de Estado. Considerando la amplitud de la gama, es de agradecer que los peronistas actuales, aunque impredecibles, oscilen sólo entre la socialdemocracia y el liberalismo extremo. Académicamente podría sostenerse, por tanto, que el peronismo no existe. El líder sería como la esfinge sin secreto de Oscar Wilde: alguien que, siendo vacío, da la impresión de tener contenidos que otros quieren encontrar. Sin embargo, la verdad es que hubo una vez un Perón con base doctrinaria fuerte. Sus primeras señales surgieron en la segunda mitad de los años 30 cuando, tras pasar un año en Chile como agregado militar (se le relevó por su afición al espionaje), fue destinado a Italia en calidad de observador militar. En Europa comenzaba a escribirse el prólogo de la Segunda Guerra Mundial y el hombre, deslumbrado con Mussolini, volvió a Buenos Aires para conspirar en la línea nazifascista. Con ese bagaje participó en el golpe de 1943, como líder del Grupo de Oficiales Unidos (GOU). Su habilidad lo llevó al Ministerio de Guerra y a la Vicepresidencia donde, con Evita en el marketing, forjó una alianza con los sindicatos más poderosos. A contrapelo del aristocratismo castrense, ésa sería su base social y electoral estable. Pero el resultado de la guerra detuvo en seco lo que debió mirarse, desde Washington, como una intolerable expansión nazi en su backyard y, desde Chile, con la misma aprensión que los checoeslovacos de los Sudetes. Temores con fundamento, a tenor de una circular secreta del GOU de 3 de mayo de 1943, leída en 1945 en nuestra Cámara de Diputados. Su texto contenía la proclamación del destino manifiesto de Argentina, a partir de una estrategia de conquistas sucesivas. Primero, "tenemos ya al Paraguay, tendremos a Bolivia y Chile"; después presionarían a Uruguay y, con tal masa crítica, "será fácil atraerse a Brasil, debido a su forma de gobierno y a los grandes núcleos alemanes que hay en el país". Los eufóricos redactores creían que "el continente será nuestro", explicando hecho tan grandioso por "el genio político y el heroísmo del Ejército argentino". Lo notable es que el Perón de posguerra no se resignó a la suerte de la lechera de la fábula. Si ya no podía soñarse como el gauleiter continental de Hitler, bien podía trabajar como gran dictador de una Argentina rectora en el cono sur. A ese efecto, se proclamó antiimperialista de "tercera posición" y elaboró una amalgama que le permitiría seguir seduciendo obreros e intelectuales con el carisma del militar progresista, mantener fuera de juego a los comunistas, cultivar seguidores castrenses con el señuelo geopolítico, captar adherentes en los países vecinos y cooptar remanentes del foquismo castrista. Como concesión al viejo amor, abriría las puertas a evasores de Nürenberg, que llegaron aportando siniestras tecnologías, para ser usadas -paradójicamente- en las épocas de represión alta de las dictaduras antiperonistas. Perón chocó, pronto, con la realidad de la guerra fría: en la región no había espacio para terceras posiciones. Diagnosticado por la Casa Blanca como un Fidel Castro avant la lettre, apenas pudo intervenir en Bolivia y Paraguay. Tuvo, es cierto, epígonos en Chile que trabajaron las líneas del complot contra los gobiernos radicales y el apoyo a la candidatura presidencial de su amigo, el general Carlos Ibáñez. Pero, en definitiva, incluso con Ibáñez gobernando, nuestro sistema de partidos fue más fuerte. Por eso debió concentrar su poder negro en Argentina, identificando el peronismo o justicialismo con el Estado-nación y cambiando en el imaginario popular la dicotomía democracias-dictaduras, por la contradicción justicia-injusticia social. Como gobernante u obstructor de gobernantes, dinamitó así el sistema de alternancia de partidos democráticos. Fue su éxito triste, sin fondo musical de Wagner, que está durando más de medio siglo y que marca la decadencia de un país que era culturalmente rector, en América Latina y próspero a nivel mundial. Al culpable y supremo chanta, igual que a Maradona, la mayoría de los argentinos sigue perdonándole todo.

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