Las manos de los mancos
Por René Balestra Para LA NACION
Si hubiera nacido en la Argentina, Franz Kafka, el literato maestro del absurdo de Praga, sería un autor costumbrista.
Anónimo ROSARIO
El título de este escrito parece una contradicción en los términos. Parece. Lo sería si nuestra intención fuera gramatical. En cualquier idioma, el manco es el que no tiene mano, y, por extensión, le falta algo sustancial. Conclusión: no pueden existir manos de mancos. En realidad, la intención y el objeto de esta nota es transitar el presente político argentino. Y en él vive, desde hace demasiado tiempo, para nuestra desgracia, el absurdo como en su propia casa. Todo lo que la lógica primaria y elemental enseña, en nuestro país, no tiene vigencia. Todas las reglas del sentido común son violadas u olvidadas a la vuelta de la primera esquina. Las faltas no son sancionadas, lo que de por sí ya sería suficientemente grave. Las faltas leves o graves, sobre todo las graves, son alentadas, festejadas, aplaudidas y premiadas desde los despachos oficiales. Esta costumbre se ha enseñoreado en nuestra vida cotidiana y degrada nuestro presente. Rafael Bielsa, el grande, el extraordinario profesor de derecho administrativo, solía decir: “Las costumbres son la principal fuente del derecho, pero, desde luego, las buenas costumbres, no las malas”. En el mundo de la literatura, el absurdo puede ser fascinante. Kafka y Ionesco, a través de ese género, han enriquecido la vida de la humanidad. Pero la política no es la literatura, porque la política tiene que ver con la realidad, y siempre la realidad es concreta y maciza, no literaria. La poesía, el teatro, las letras en general, pueden ser confusas, contradictorias. Pueden formar parte de su naturaleza. La política, no. Porque la política nace y existe para resolver, para mejorar, para encaminar coherentemente la desordenada y conflictiva convivencia humana, ya suficientemente confusa. Es como si dijéramos que enfrentamos la enfermedad de un paciente con una medicina, a su vez, enferma. Y esto es lo que ocurre y padecemos en el presente argentino. Una política que más que un remedio es una enfermedad. Una política que en vez de sellar la fuente de la infección contribuye a la septicemia, que, no se necesita pertenecer al gremio del arte de curar para saberlo, es una infección generalizada. Los organismos vivos que se resisten a morir; que tienen reservas, se defienden con lo que se llama los anticuerpos. Todos los organismos vivos, individuales o sociales, hacen lo mismo. Contrariamente a lo que muchos creen, la fiebre no es necesariamente un dato negativo. Los cadáveres no tienen fiebre. Eso significa que los grados elevados de la temperatura marcan la trascendencia del combate que ese cuerpo libra, a través de sus defensas naturales, para seguir viviendo. La República Argentina de nuestros días posee un rico muestrario de manifestaciones patológicas. En la calle, a través de cortes de rutas, de piquetes, de violencia, de acción directa, se ejemplifican, con esas presencias tumultuosas, paradójicamente, sus fallas. En una nota anterior, publicada en esta página con el título de Anatomía del fascismo, señalábamos la actualidad de esa tendencia totalitaria. Pero, así como la sabiduría popular sabe que no todos los gatos son pardos, nosotros queremos señalar diferencias sustanciales entre fenómenos parecidos. Cuando una familia catamarqueña a la cual le han asesinado una hija sale a la calle para quebrar el silencio de un oficialismo mafioso y es acompañada por una creciente cantidad de personas que se asocian a su pedido, asistimos a un experimento colectivo espontáneo que no apela al arrebato ni al furor. Que no asalta comisarías, que no incendia. El fenómeno, a través de los años, se repite. Otros, muchos, hacen lo mismo. Una desaparición, un asesinato, un rapto devenido en tragedia, puede ser el disparador. En el presente de nuestro país, cotidianamente, en las páginas de los diarios y las revistas y en las pantallas de la televisión se visualiza lo que estamos diciendo. Pero importa, como siempre, mirar y entender más allá de la crónica. En el mismo presente tenemos grano y tenemos paja. Existen los pichones de chacales, los tramposos, los fascistas de siempre. No lo citan, porque sería políticamente incorrecto, a Benito Mussolini con el vivere pericolosamente, pero lo ejercitan todos los días. Y existen padres, hermanos, amigos que salen a la calle a pedir lo que las instituciones políticas, los partidos, los políticos no les dan. Eso es seguridad, justicia, transparencia, verdad, honorabilidad. “Cuando dos dicen lo mismo no es lo mismo.” Esta frase de la sabiduría de la calle no necesita ejemplificación. Pero todos sabemos que no es lo mismo escuchar hablar de moral a Teresa de Calcuta que al señor de la otra cuadra que regentea un prostíbulo clandestino. Desde muchas tribunas oficiales escuchamos a señores y a señoras que nos hacen pensar en proxenetas que gritan escandalizados porque la hija del vecino ha llegado sola a las cuatro de la mañana. Los mancos son los que anhelan lo que no tienen y les correspondería tener: instituciones, jueces, funcionarios, policías, legisladores, ministros, gobernadores, intendentes, presidentes que no sólo ocupen el lugar, sino que lo llenen. Llenarlo es satisfacer las lógicas, razonables y legítimas expectativas. Es porque esas “manos” institucionales no están por lo que la sociedad prohíja, genera, hace nacer estas otras manos de la espontaneidad lícita. Centenares de miles en las calles del país, convocados por las carencias de los oficialismos, testimonian la verdad. Esas enormes multitudes no se congregan por el billete, por el paquete de comida, por la pensión tramposa. No llegan traídas en caravanas de ómnibus pagados con el dinero público. Son movidas y empujadas por un aliento de formidable calidad republicana. Quieren las manos que les pertenecen.
El autor es director del Doctorado en Ciencias Políticas de la Universidad de Belgrano.
martes, 18 de marzo de 2008
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