Estalló el modelo
La protesta del campo es un acontecimiento histórico que deja en evidencia las profundas grietas del andamio oficial. El gobierno apela a viejas recetas que se muestran impotentes para enfrentar un hecho social que empieza a mostrar puntos de contacto con la crisis del 2001.
Por Ignacio Fidanza
Lo que está pasando con el campo es un acontecimiento histórico que como suele suceder cuando las cosas ocurren en la cara, es muy difícil de mesurar. La primer reacción, inexorable, es quitarle entidad, minimizarlo y asimilarlo a episodios familiares y conocidos.
Lo mismo sucedió en diciembre del 2001 y terminó como terminó. La gran diferencia es que entones se trató de una propuesta con epicentro en la Capital Federal lo que permitió el efecto amplificador de los granes medios transmitiendo en tiempo real. La situación ahora es distinta, la protesta esta atomizada en la inmensa geografía nacional, lo que dificulta aún más su captación, sobre todo por los medios y los gobernantes que se guían por los climas mediáticos, más que por un conocimiento real de lo que sucede.
La comparación con el 2001 no significa aventurar para el gobierno de Cristina Kirchner un final como el que sufrió Fernando de la Rúa, pero si se vincula con la irrupción de un actor social al que los políticos le temen más que al fuego: el pueblo, o la gente como se prefiere nombrar ahora.
Como en la época del “que se vayan todos”, los productores agropecuarios lideran hoy un movimiento espontáneo que se ha fijado su propia agenda –la eliminación lisa y llana del aumento a las retenciones que anunció entre risas Martín Lousteau-. Reclamo que desbordó a la dirigencia de las cuatro entidades rurales a las que sólo les queda acompañar, muy concientes que ante la mínima percepción de una negociación no autorizada con el poder, pasarán a encabezar la lista de los enemigos.
No saben que hacer
En este medio ya se anticipó que el eje real que domina la acción oficial es el desconcierto. Primero intentaron ignorar la protesta “hasta que se les pase”. Como no se les pasó, lo mandaron a Martín Lousteau a ratificar las medidas; como esto agigantó los reclamos, amenazaron con cerrar las exportaciones de carne; pero como esto tampoco funcionó filtraron a La Nación un inconsistente “plan” de subsidios a productores chicos. Finalmente, como la propuesta no sedujo a los rebeldes, lo mandaron a patotear a Hugo Moyano y sus hijos. Y para terminar, reprimieron con la Gendarmería.
Si se mira, la secuencia tiene su lógica, cuando el poder se queda sin argumentos se desenmascara, y hasta el más simple penalista sabe que la razón última que sostiene el poder es la violencia. Pero se trata esta de una verdad que el kirchnerismo en sus largos cinco años de ejercicio del poder intentó disimular.
Por eso, la represión que las tropas de Aníbal Fernández descargaron sobre los manifestantes del puente subfluvial que une Paraná con Santa Fe, lastima severamente al discurso oficial. ¿Cómo es posible que se toleren cortes de pasos internacionales, que camioneros y piqueteros –aún los de más nimia representación- traumaticen sistemáticamente rutas, peajes, avenidas, pero que no se acepte una verdadera expresión de protesta como la que encarnan los productores?
Si en el gobierno existiera algún funcionario que releyera la historia, entenderían que lo que les sucede no es novedoso. Varias de las revoluciones más radicales se dispararon cuando la gente entendió que el poder les estaba quitando demasiado, cuando la carga de los impuestos se volvió inaguantable. Ahí está la película sobre María Antonieta de Sofía Coppola, por si quieren repasar un caso sin tener que molestarse en la lectura, y de paso deleitarse con el costosísimo vestuario de la nobleza de la época. Cualquier comparación con la actualidad es exclusiva responsabilidad de los lectores.
Cómo destruir un sector
Primero destruyeron el sector de la carne, después el lácteo y no conformes con ello ahora van por la soja, el único rubro del campo al que le quedaba rentabilidad. Es tan torpe la política oficial en esta área que parece un plan perfecto diseñado por algún enemigo astuto del kirchnerismo.
Tan simple como entender que si los productores no ganan haciendo carne ni leche, aún a costa de elecciones personales y tradiciones familiares, terminarán pasándose a la soja.
Cuando la carne y la leche empezaron a subir –sencillamente porque el mundo demanda más de ambos alimentos y reconoce la calidad de los productos argentinos-, el Gobierno intervino y manipuló ambos mercados. ¿Y qué logró? Agudizar el problema: Ahora hay menos carne y leche; y la Argentina se perdió una oportunidad histórica de conquistar nuevos países para sus productos.
Productores de Santa Fe aún recuerdan con frustración la visita que recibieron el año pasado de empresarios de Nueva Zelanda. Esa isla es una potencia láctea mundial y vinieron a analizar en el terreno el futuro de la cuenca lechera más grande de Latinoamérica, que intuían podía plantearles una dura competencia a nivel global. ¿La conclusión? Partieron convencidos que las regulaciones del gobierno iban a destruir el sector y les ahorrarían el trabajo de una competencia, que se avizoraba muy dura.
Estalló el modelo
Desde el refugio de El Calafate, los Kirchner en comunicación con su asesor privilegiado Alberto Fernández, luego de notables zigzagueos ofrecieron a través de La Nación la mejor propuesta negociadora que se les ocurre en caso de conflicto: Subsidios. Ni siquiera fue considerada por los productores.
Aquí lo que empieza a estar en entredicho y a plena luz del sol es la globalidad de un modelo de los más centralistas que recuerde la Argentina. Los subsidios son la cara buena del dispositivo de dominación que instauró el kirchnerismo a través de la mayor concentración fiscal –a costas de las provincias- que haya gozado una Presidencia.
Las retenciones no se coparticipan, todo va a la caja del tesoro nacional. Así sentado sobre esa fortuna ajena, que encima promocionan cada mes anunciando récord de recaudación, el kirchnerismo se divierte domesticando liderazgos políticos, sindicales y empresariales, a cambio de la promesa de invitarlos al banquete.
Concentración fiscal y política, son las dos caras de un proyecto que nunca tuvo la capacidad de construir desde el consenso y la dignidad propia y del otro. Un proyecto que sólo entiende de jefes y empleados, de propios y enemigos. Un maquiavelismo retrógrado que se pierde las sutilezas políticas de las democracias más avanzadas, y embrutece a sus propios dirigentes, rebajados al rol de loros del libreto oficial.
Con este paro el campo le está diciendo no a las cadenas del subsidio, no a la concentración fiscal, no a la acumulación de poder, no a demolición del ideal de un país federal y articulado horizontalmente. Y ese decálogo contiene mucho más que el reclamo de un sector y por eso conmueve, porque se vislumbra allí algo más profundo que unos productores enojados por un impuesto.
El modelo de una economía subsidiada y precios “administrados” ya no funciona. Tan simple como eso. Y el síntoma de este fracaso es la inflación. Se expropia la rentabilidad de los sectores más competitivos para evitar una disparada de los precios y el resultado es: destrucción de riqueza y más inflación.
Ya no se pueden subsidiar todas las tarifas, todos los productos, todas las actividades. No hay inversión privada ni acceso al crédito internacional, asi no hay plata que alcance y entonces se vuelve al campo, que esta vez dijo basta.
Fuga de capitales
Es ocioso discutir si es la política la que condiciona la economía o al revés. Se trata de distinciones del saber que hacen los hombres y la realidad se encarga de sintetizar. Hoy el conflicto se originó por una medida económica y el costo ya empieza a ser político. Gobernadores como Daniel Scioli, Hermes Binner, Sergio Urribarri, Juan Schiaretti y José Alperovich, comenzaron a recibir la bronca de los productores.
Si no reaccionan y se mantienen en un vergonzante apoyo –o silencio cómplice- con las medidas de Martín Lousteau, su capital político, como sucedió con otros liderazgos en convulsiones sociales no tan lejanas, puede evaporarse antes de que entiendan que les pasó. Es su territorio el que está cruzado por el conflicto. Allí se contarán los heridos de eventuales enfrentamientos y las consecuencias económicas de la decisión del ministro de Economía.
En estas horas críticas, como nunca, el gobierno aparece preso de su propia lógica. Lo más sencillo, ante el notable repudio popular, sería dejar sin efecto el aumento de las retenciones y si esto provoca la renuncia del ministro de Economía, que renuncie, para eso sirven los ministros. Para que el agua nunca llegue al despacho presidencial.
Pero fueron demasiados años acostumbrados a ganar todas las apuestas, a doblegar, a imponerse. Y entonces el Gobierno hace lo que siempre hizo: fuga hacia delante con los Moyano, D´Elía y compañía. Un coro que a esta altura sólo contribuye a intensificar el descrédito que el kirchnerismo ya acusa en las encuestas.
Así las cosas, la situación ofrece a Cristina Kirchner una oportunidad: la posibilidad de dar el tan esperado golpe de timón, de ser la artífice de la reinvención del ADN político del kirchnerismo, sumando a su capacidad de conducción la plasticidad del cambio. A veces para ganar hay que perder.
lunes, 24 de marzo de 2008
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