De una guerra improbable a la reorganización del PJ
Las probabilidades de que estallara una guerra entre Colombia y Venezuela y/o Ecuador por efecto de la ejecución, en suelo del último país mencionado, del segundo jefe de las FARC a manos de efectivos del ejército colombiano, siempre tendieron a cero.
Salvo que el diablo hubiese metido la cola, a ninguno de los tres jefes de estado involucrados en la crisis —Uribe, Chávez y Correa— los beneficiaba una conflagración de consecuencias imprevisibles para todos. Por eso las declaraciones ampulosas, el despliegue de tropas en las fronteras, las caras de malos y el rompimiento de relaciones diplomáticas que, en algún momento, parecieron escalar el diferendo, en realidad eran parte de una puesta en escena de Chávez y Correa. Nada más.
No es el propósito de esta newsletter analizar temas de política internacional, pero en atención a que los hechos de todos conocidos tuvieron como escenario el subcontinente sudamericano, sí corresponde hacer un balance del episodio.
A riesgo de resentir el análisis por alguna suerte de reduccionismo, tres datos se destacan del resto:
1) si se tiene en cuenta que Colombia violó uno de los soportes inmaculados del derecho internacional público y de las cartas de la ONU y la OEA, el precio que debió pagar fue tan bajo que, claramente, quedó mejor parado que sus contrincantes;
2) las pruebas aportadas por el gobierno de Uribe respecto de las relaciones y contactos entre las FARC, Chávez y Correa —si bien de distinta magnitud— cambiaron el eje de la discusión; en lugar de discutirse solo la violación de la soberanía ecuatoriana, también pasó a discutirse hasta dónde llegaban los apoyos a la agrupación narcoterrorista de Chávez y Correa; y
3) comparada con la paniaguada condena de los países latinoamericanos a Colombia, el apoyo irrestricto de Bush, Obama, Clinton y Mac Cain a Colombia adquiere una dimensión de naturaleza diferente.
Como quiera que sea, y sin desmerecer la trascendencia de la mencionada crisis, a medida que se acerca el domingo 4 de mayo —día en que se celebraran en Bolivia, solapados, un referéndum nacional y varios departamentales— es conveniente poner el ojo sobre la situación de ese país. No es la primera vez que decimos, desde el año 2003, que la mayor amenaza geopolítica sudamericana se recorta en Bolivia.
En otro orden de cosas, el PJ ha sido sacado de su hibernación forzada por la misma persona que lo tuvo en ese estado desde el 2003. Néstor Kirchner no ha abandonado en el desván de los trastos viejos la idea, repetida hasta el hartazgo durante su presidencia, de que la Argentina necesitaba, a semejanza de casi todos los países desarrollados de este mundo, la coexistencia y rivalidad de dos grandes fuerzas políticas que, al mejor estilo republicano, saltaran del gobierno a la oposición y de la oposición al gobierno según fuese el resultado de la voluntad popular. El santacruceño imagina —lo cual no es nada demasiado original— un polo de centroizquierda, donde él cree que debe ubicarse el peronismo, y otro de centroderecha.
Si bien su aspiración nada tiene de malo, contra ella conspira la tradición política argentina, porque si bien los partidos pasan por su peor momento histórico en punto a reconocimiento público, ni van a desaparecer ni, súbitamente, van a quedar reducidos a dos.
Entre nosotros nunca hubo, estrictamente hablando, un sistema bipartidista y aunque se podría sostener, sin faltar a la verdad, que salvo el justicialismo y el radicalismo —con sus respectivos aliados— ninguna otra agrupación pudo triunfar en una elección presidencial, ello no quita que los partidos denominados chicos siempre tuvieron un lugar bajo el sol.
Que Kirchner no haya dejado en el camino su convicción no significa que la misma esté a la vuelta de la esquina. Es probable que el todopoderoso santacruceño consiga, mientras dure la época de las vacas gordas, convertir al justicialismo en pivote de una alianza con un cierto tinte de izquierda.
Hasta podría borrarlo de la internacional a la que lo condujo Carlos Menem para inscribirlo en la socialdemócrata, sin que nadie se moleste demasiado. Si tuviese éxito en la empresa —y parece que se saldrá con la suya en este aspecto— lo que toda su fuerza y recursos no podrá conseguir es que la oposición acabe fundida y confundida en una suerte de amasijo de centroderecha. Pensar que algo así resultaría probable no resiste análisis.
La apuesta de Kirchner no es otra que reconstruir el viejo peronismo —de suyo moldeable— a su imagen y semejanza. Convencido de que no puede prescindir del PJ —al que literalmente ignoró en los cuatro años que condujo el país con mano de hierro— supone posible relanzarlo en pos de otros horizontes sin necesidad de cambiar de clientela.
Dicho de manera distinta: en los primeros años de su gestión pareció que la estrategia de Kirchner se inclinaba más hacia la conformación de una nueva fuerza que incluyera pero que no se agotara en el justicialismo. Inclusive, en algún momento, especuló con superarlo a través del Frente para la Victoria. Ahora, en cambio, de vuelta de aquellos pensamientos, la meta de Kirchner es darle algunos afeites y retoques al viejo rostro con la intención de que sea la estructura indispensable para ganar elecciones y administrar el poder.
El núcleo duro del polo que imagina como de centroizquierda es un peronismo acostumbrado a encolumnarse detrás del poderoso de turno que sepa mandarlo, sin hacer caso a los planteos doctrinarios. El resto, si se cumplen sus expectativas, resultará de la suma de distintos sectores sociales, políticos e ideológicos que buscarán, como hasta ahora, un espacio capaz de satisfacer sus expectativas e intereses sectoriales.
En el núcleo duro están anotados, como integrantes de un mismo equipo, Carlos Reutemann y Eduardo Luis Duhalde, Luis Barrionuevo y Hugo Moyano, Carlos Kunkel y Alfredo Atanasof, José María Díaz Bancalari y Emilio Pérsico. Personajes que ideológicamente poco o nada tienen en común entre sí, salvo su condición —añeja o reciente— de peronistas que toleran cualquier cosa excepto quedar lejos del poder. Fuera del movimiento estrictamente justicialista, están los kirchneristas, convencidos o de ocasión, que van desde los capitostes de la UIA hasta los periodistas de Página 12.
Por ahora el agua y el aceite, al menos dentro del kirchnerismo, han demostrado ser compatibles entre sí. Por cuánto tiempo es una pregunta aparte que todavía no tiene respuesta cierta. Hasta la semana próxima.
Vicente Massot
viernes, 14 de marzo de 2008
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