jueves, 27 de marzo de 2008

El paro del campo

El paro del campo

Editorial I
La Nación

Miércoles 26 de marzo de 2008

Es una estimable señal de progreso en las prácticas ciudadanas que algunos de los sectores y de los protagonistas que más se han regocijado en los últimos años por la afectación periódica del orden público hayan expresado su queja airada por los cortes de rutas producidos de manera simultánea con el paro agropecuario. Tiene importancia relativa si en esta oportunidad quienes han vulnerado el derecho de libre tránsito y otros derechos constitucionales, como el de trabajo y el de comercio, lo han hecho desprovistos de palos y de otros elementos intimidatorios que suelen anonadar en las calles a los porteños desprevenidos. O si aquellos manifestantes han prescindido del enmascaramiento que, por otra parte, es de acompañamiento habitual en la comisión de delitos de grave entidad o en el actuar natural de gente del hampa. Lo esencial ha de ser siempre el concepto de que ninguna protesta, por fundada que esté, puede afectar el desenvolvimiento ordinario de la sociedad. Se hace aun más necesario que nunca dejar constancia de lo que ello importa sobre todo cuando el Estado lleva años desentendiéndose del ejercicio de responsabilidades en tan delicada materia. Así las cosas, véase en que punto han quedado las relaciones del país con el Uruguay a raíz de la movilización permanente de grupos ciudadanos. No sólo cortan periódicamente puentes y rutas. Desoyen, de un tiempo a esta parte, requerimientos oficiales para que desistan de aquél despropósito después de haber sido alentados –y usados- en otra dirección por el gobierno. No juzgamos aquí el fondo de la cuestión por las papeleras, sino los procedimientos que no han hecho más que exasperar los vínculos históricos con nuestros hermanos del Plata y actúan como antecedente activo de lo que ha estado ocurriendo ahora. Toda protesta se encuentra, en principio, amparada por el derecho a la libertad de expresión. Pero en este caso en particular ha sido provocada, además, por una política tributaria de insólita magnitud en el despojo. Es más: al dejar atada cualquiera suba de los precios agrícolas a nuevas intromisiones del Estado en la rentabilidad empresaria, esa política ha borrado hasta la ilusión –por modesta que pudiera haber sido- de que las fluctuaciones de la economía mundial tal vez permitirían a los productores agropecuarios recuperar parte de sus pérdidas y no poco de su libertad frente al Estado. Un Estado voraz e insaciable, que hace pagar al campo el costo de sus arbitrariedades, mientras sigue aumentando la deuda pública y crecen la inflación y el número de personas remuneradas por la administración nacional. La legitimidad de la protesta, la fuerza moral que la asiste, debe abrir paso a un clamor por el diálogo, por esa misma búsqueda de la conciliación y el consenso al que el gobierno se ha negado con la oposición y con la Iglesia, muchas veces hasta a hacer de aquella renuencia una absurda política de Estado. Ningún derecho de terceros, ninguna libertad individual ni bienes inmateriales o materiales a disposición de los miembros de una sociedad encuadrada según la Constitución Nacional en una democracia republicana, pueden ser lastimados por la protesta. Por lo que anoche se vivió en esta ciudad y en muchas otras del interior del país esta es la hora de la palabra inclusiva, conciliadora, y no la de la palabra que suscite, más allá de la intención con que se la formule, más enfrentamientos de los que hay entre argentinos. Nada justifica que los ánimos se solivianten hasta la violencia o impidan cumplir con lo que manda el respeto por el orden público. Nada. Ni el desafío abierto por provocadores profesionales. Ni el cinismo crítico con el que se presentan en esta hora algunos de los que no saben producir sin políticas prebendarias del Estado o sin subsidios llamados a neutralizar una inveterada ineficencia. Ni el desprecio con el que se ha tratado al sector de la economía que genera más riquezas para todos y ha demostrado ser el más dinámico de la producción nacional, el más abierto a incorporarse a la sociedad del conocimiento. La legitimidad de la protesta agropecuaria se ha objetivado de múltiples maneras. El hecho de que ya ha sido a esta altura la más importante que se recuerde en el historial del campo argentino se explica, entre otras razones, por la conjunción de voluntades de todas las gamas de la producción agropecuaria del país: municipio tras municipio, provincia tras provincia, con simpatías que penetran en las bases mismas del frente oficialista. También por la llamativa espontaneidad con la cual productores autoconvocados han realizado actos, marchas y cortes de caminos y rutas fuera de la agenda de las entidades que ayer extendieron las medidas por tiempo indefinido. Nada de eso, con todo lo de excepcional que cabe reconocerle, alcanza para que en estas columnas de opinión se decline de una invariable posición de respeto por el derecho de todos. Es ésta, por lo demás, una oportunidad propicia para insistir en que la democracia moderna, nacida bajo el reclamo de que no puede haber tributos sin acuerdo expreso de los representantes del pueblo, mal puede regir a contramano de los orígenes en que se funda.

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