miércoles, 19 de marzo de 2008

No hagamos política con el pasado

No hagamos política con el pasado

Por Juan José Cresto Para LA NACION




¿Se administra la memoria desde el poder? ¿Alguien decide qué hechos son tan trascendentes que merecen pasar a la historia y cuáles no lo son, según su propio y personal criterio? ¿Alguien hace el contenido histórico, eleva a unos, denigra a otros? ¿Se trata de alguien o de algunos? ¿Puedo mirar a la cara a quien hace la historia, fabrica héroes y villanos con el solo poder de una pluma, de un micrófono, de una máquina de escribir, de una cámara de video o de cualquier otro artefacto tecnológico? No existe una memoria colectiva. Hay tantas como grupos diferentes de pensamiento, o como grupos de pensamientos diferentes. No interesa que sean varias ni que sean muchas las personas intervinientes, pero sí interesa el grado de penetración de las ideas. Una de las mayores tareas espirituales de un ser humano es su responsabilidad sobre la historia. Tiene el deber de asumir su propio pasado, su actuación, sus gustos, sus familias, sus fobias, sus intentos de inclusión en una sociedad fragmentada en tantas partes como individuos posee. Pero asumir el pasado no es solamente una tarea individual, hecha para uno mismo; lo es también como ente participativo de la sociedad, como integrante de un conjunto multicéfalo, que tiene realizaciones comunes. Cuando Napoleón fue coronado emperador, después de los trágicos años de la Revolución Francesa, quiso poner fin a una época, a sus odios irreconciliables, a su destrucción material y moral, lo que era muy difícil. Dijo: "Desde Carlomagno hasta hoy, soy responsable de la historia de Francia". Es decir, se sentía gobernante de todo el pueblo francés y heredero de su historia sin exclusiones, aun siendo plebeyo y corso. Otro tanto hizo Mitre, en nuestro país. Al ser el primero en alcanzar la presidencia de la nación unificada, y con la aceptación unánime de todos los electores que establecía la Constitución nacional, expresó: "Soy responsable de la historia de la patria", y se hizo cargo de las dolorosas secuelas de la guerra contra España. Indemnizó a los herederos de los comerciantes españoles, a los que les habían sido expropiado sus bienes en los primeros años de la independencia. Lo mismo había querido hacer Urquiza, pero la mayor parte de las reclamaciones estaban en la provincia y en la ciudad de Buenos Aires, donde él no tenía jurisdicción (y aun cuando la hubiera tenido, la Confederación, carente de los ingresos ordinarios, no hubiera podido costear esos pagos). Señalamos, con estos ejemplos, que un jefe de Estado lo es de todos sus conciudadanos, sin exclusiones; que no hay, en el caso argentino, ángeles y demonios, que no se puede participar en luchas facciosas teniendo todo el poder, algo así como si un árbitro se inclinara por uno de los dos equipos contendientes en el desarrollo de cualquier deporte. Una conducta de esa naturaleza lo rebaja al nivel de la parcialidad, tacha de nulidad sus actos de gobierno, que pueden ser cuestionados por otros en el futuro, en una rueda estéril y sin fin, y, finalmente, compromete su propia investidura, porque implica manifiesta injusticia, por la prominente posición política que el cargo le otorga. Tampoco responde a una mayoría de la población, harta de engranajes estériles y más preocupada por el futuro que por el pasado, que debería quedar reducido al ejercicio intelectual de los historiadores. Esta es la tarea superadora que se llevó a cabo en España después de la muerte de Franco y que catapultó a esa nación hacia un desconocido progreso. La mísera España de principios del siglo XX es la misma próspera España de comienzos del siglo XXI. El millón de muertos de la guerra civil, lamentablemente, no revivirá, pero ellos subsisten en el corazón de sus descendientes y en el pueblo, sin distinciones. Como ejemplo vivo de conducta política, la historia elevará a quienes condujeron a España, porque supieron hacerlo con grandeza y tolerancia. Finalmente, ninguna ley puede obtener una conducta colectiva que no esté basada en los sentimientos mayoritarios. Mucho más importante que la sanción de una ley de la jurisprudencia positiva de nuestros tribunales de todo tipo y lugar es difundir una política cuyos preceptos claros y conocidos se apoyen en el manifiesto deseo del olvido. Esa "ley del olvido" que tiene entre nosotros la añeja sanción rivadaviana de 1820, durante el gobierno de Martín Rodríguez, impulsó el retorno de los exiliados por causas políticas y devino una era de progreso. Si por una parte estamos promoviendo inversiones extranjeras, por la otra estamos haciendo una política divisionista que a ojos de los extraños resulta un obstáculo para la seguridad de sus capitales o para el retorno de utilidades. Todo ello afecta el bienestar general y, a la larga, pone en duda el éxito del propio gobernante. Este podría ver cómo se van del país los capitales, ya que ésta es la actitud que podrían tomar inversores preocupados y hasta desalentados por la peligrosa división ideológica que se plantea en el seno de la sociedad por temas que hoy ya son históricos, Con un poco de ironía, señalo que si planteáramos todos nuestros problemas con ese criterio, en un desesperado intento por hacer justicia sobre temas irremisiblemente concluidos, llegaremos a discutir los acontecimientos de la Revolución de Mayo, cuyo bicentenario está próximo a celebrarse. La dramática década del 70 debe borrarse de la política del presente y ser derivada al análisis histórico. No hagamos política con hechos del pasado. En cambio, observemos con atención a quienes hacen uso de aquellos mismos acontecimientos con propósitos de lucro personal, en busca de indemnizaciones resarcitorias, porque amén de ser ésta una práctica inmoral originará una eterna rueda discriminatoria en la que se aducirá tener derechos pecuniarios a expensas de la sociedad. Entonces, el legítimo dolor se reemplazará y cuantificará en dinero o en cargos públicos. Consideremos un dato básico: el pueblo argentino fue testigo obligado tanto de la subversión como de la represión. No participó ni en una ni en otra. Los grupos armados y sus adláteres fueron infinitamente pequeños en relación con el total de la población y otro tanto ocurrió, en cumplimiento de leyes nacionales, con los oficiales, suboficiales y soldados que estuvieron a cargo de esa represión, en forma absolutamente minoritaria dentro del conjunto de las Fuerzas Armadas. El pueblo argentino no fue partícipe de ninguno de los dos bandos. ¿Por qué debe, pues, soportar las secuelas, sin haber tenido las responsabilidades? No usemos el pasado para temas políticos del presente. No tengamos ni la hipocresía ni la egolatría de considerarnos jueces de hechos que ya ocurrieron. Hagamos lo necesario para que situaciones similares no vuelvan a repetirse, porque ése sí es un objetivo plausible. Sepamos asumir la historia con sus luces y sus sombras, lo que nos elevará como pueblo y como ciudadanos. Es una tarea colectiva y es una obra personal, interna, de cada uno.

El autor es presidente de la Academia Argentina de la Historia.

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