martes, 18 de marzo de 2008

Los intelectuales del régimen

Los intelectuales del régimen

“Cuando uno se pregunta cómo y por qué una civilización nacida del conocimiento y que depende del mismo, se ensaña en combatirlo o en abstenerse de utilizarlo, se siente, en buena lógica, obligado a reflexionar muy particularmente sobre el papel de los intelectuales en nuestra civilización” (Jean Francois Revel).

Por Carlos Berro Madero

Como contribución para esclarecer el por qué de algunas tendencias de nuestro tiempo respecto de la cuestión, analizaremos las facetas protagónicas del problema que nos presenta Revel.

Cuando decimos que todo sistema de gobierno está constituido en su esencia por ciudadanos integrantes de un movimiento político que resultan elegidos mediante distintos sistemas legales, no estamos afirmando nada novedoso.

Sin embargo, con su advenimiento, parecería extenderse peligrosamente en el mundo una tendencia casi simultánea hacia la concentración de ideas alineadas con el nuevo poder de turno.

En efecto, a partir del comienzo de su gestión, las nuevas autoridades comienzan invariablemente a ejercer una presión y un esfuerzo denodados para procurar el reclutamiento y la aquiescencia de centros de estudios y opinión, sectores del periodismo y pensadores en general, que puedan ser usados para consolidar “culturalmente” sus programas de gobierno.

Los intelectuales así convocados, atraídos por diversos tipos de intereses, -vinculados habitualmente con la obtención de eventuales dádivas y/o “reconocimientos” específicos-, se funden paulatinamente con la coloratura de las ideas políticas de turno, olvidando en muy poco tiempo su compromiso irrenunciable con la verdad y el alerta que deberían protagonizar contra los falsos dogmas.

Inundan así a la opinión pública con sus reflexiones seudo científicas y/o filosóficas, construidas intencionalmente para dar sustento cultural al poder. A cambio de ello, son tenidos en cuenta como una “autorizada” parte del sistema, y reciben beneficios por tal respaldo.

Muchos, a pesar de no ser versados respecto de muchas cuestiones sometidas a la aprobación popular, se amparan en la ventaja que les da su distancia con resultados que nadie podrá jamás censurarles por no ser los “ejecutores materiales” de las políticas que defienden, gozando así de una inmunidad que los vuelve prácticamente intocables.
Ello les permite reciclarse y repetir su actitud cuantas veces lo decidan, frente a distintas circunstancias y con diferentes y sucesivos protagonistas en el ejercicio del poder.

No queremos implicar aquí que no resulte lícito el hecho de que expongan su eventual beneplácito sobre las estrategias públicas de un Estado, pero su compromiso con la sociedad no debe torcer jamás en su discurso el principio sagrado de constituirse, PRIMORDIALMENTE, en analistas severos de la realidad sin engaños, ser enemigos firmes de las tiranías y de las censuras, y de cualquier otra forma de iniquidad, de la característica que ella sea.

Esto, lamentablemente, no ocurre así, y contribuye a proyectar imágenes “académicas” de respaldo a muchas teorías que, aún siendo absurdas, falaces e irracionales, quedan instaladas en la sociedad a “verdad sabida y buena fe guardada”, como decían en un tiempo los españoles.

Esto resulta de extrema gravedad, porque como señala Alan Bloom: “un pueblo que demanda, que sufre, que piensa que debe protagonizar la revolución de un cambio, ¿no tiende acaso a escuchar con atención al vecino, al testigo próximo, mucho más que al profeta lejano, aunque su discurso sea transparente?”

Los intelectuales son “los vecinos próximos”, -para usar la definición de Bloom-, y resultan armas de una efectividad contundente para propalar las bondades de un programa de gobierno, aunque no provengan siempre de fuentes bien intencionadas, cuando lo que se espera de ellos es que desempeñen su papel dentro de la sociedad con prescindencia de sus simpatías, antipatías o razones de interés subjetivo. Su deber exige separar la verdad de la mentira, y abstenerse de convalidar informaciones que tergiversen la esencia de dicha verdad.

Los intelectuales modernos están enrolados generalmente en corrientes de izquierda o de derecha, y ello es absolutamente respetable y casi lógico. Lo que no puede admitirse es que usufructuando de su papel de tales, se pongan al servicio manifiesto de determinadas políticas, influyendo intencionadamente sobre algunas cuestiones prácticas. Deberían recordar siempre su papel de independencia, abandonando hipocresías que les comprometan específicamente, por la carga “cultural” que tiñe implícitamente sus dichos, como hemos sostenido precedentemente.

El predicamento de un intelectual por su condición, debería excluir totalmente el alineamiento automático y disciplinado con un gobierno, de cualquier signo político que éste fuere. Su función consiste en dedicarse a analizar aquellas cuestiones sobre las cuales posee idoneidad y usar su capacidad personal para plantear las alternativas que pudieren presentarse genéricamente respecto de los fundamentos de cualquier propuesta.

La historia está plagada de ejemplos de lo nefasto de su influencia en el sostenimiento y expansión de regímenes aberrantes, -como el nazismo y el comunismo- que no hubieran podido mantenerse en el tiempo, sin el apoyo de “ideólogos” que ayudaron a “nublar” la capacidad de la opinión pública, que se vio impedida así para expresar su disenso.
En los tiempos que corren, con tanta abundancia de análisis interesados en la dirección política de los gobiernos, debiéramos preguntarnos cuál es la razón de algunos de estos “desvíos de conciencia”.

La única respuesta que se nos ocurre (para ser benevolentes), es que existe una vanidad irrefrenable en quienes sienten que, al exponer su beneplácito sobre la marcha de algunas maléficas políticas públicas, se gratifican a sí mismos en su deseo de “ser” tenidos en cuenta. Olvidando que, finalmente y dependiendo del grado de adhesión y obsecuencia que ejerciten, terminan desacreditados por mostrarse como “pertenecientes” al sistema.

Una pertenencia que invade el campo de la ética, que en su caso, -más que en ningún otro-, debería ser absolutamente insobornable, por la responsabilidad emanada de las ventajas naturales que significan el haber tenido acceso a mayores y mejores fuentes del conocimiento.
Convertidos así en genuinos voceros “del régimen”, terminan ayudando a difundir muchas veces estadísticas e informaciones sin fundamento ni comprobación cierta alguna, que los termina convirtiendo en vulgares estafadores de la opinión pública.

El engaño, que debiera ser repudiado siempre, es en su caso mucho más detestable, porque es promovido por quien debiera respetar su compromiso con la verdad, como hemos dicho, aunque en ello le vaya la vida.

Eudocio Ravines y Arthur Koestler, entre otros, han testimoniado en algún momento con bastante elocuencia, el arrepentimiento de quienes, como ellos, volvieron de sus falsías luego de sostener ideológicamente en su caso al comunismo y las mentiras de su régimen opresivo y totalitario.

El peruano Ravines dijo al regresar de sus extravíos, al respecto de sus antiguos defendidos: “ellos nos temen más que a nadie, porque saben que hemos sido parte del sistema y conocemos sus verdaderas armas”. Una alusión más que clara a lo que se conoce como “los entretelones del poder.”

En un tiempo de pasiones como el que vivimos, el fanatismo ideológico promueve así ideas equivocadas, que tienen más relación con cuestiones inherentes a la psicología de los protagonistas y su círculo de intereses subjetivos, que con la verdad.

Muchas catástrofes sociales de la humanidad podrían evitarse, o ser quizá menos duraderas y nocivas para el sistema democrático, de no existir estos comportamientos, que son, sin dudar, uno de los exponentes más trágicos de corrupción de la conciencia.

Quizá podamos encontrar en lo expuesto la explicación del dilema que nos plantea Revel.

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