sábado, 5 de abril de 2008

La tentación autoritaria

La tentación autoritaria

Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION

Sábado 5 de abril de 2008

Si la presidenta Cristina Fernández de Kirchner afrontó a sólo cien días de asumir una tempestad de tan inesperada violencia, de la que su gobierno salió lleno de heridas, ¿cómo hará para llevar adelante sin sobresaltos graves los mil cuatrocientos días que le faltan para completar su mandato?

Puede descontar, contra todos sus temores, que no la amenazan alzamientos militares como los de hace veinte años. Su apelación excesiva al fantasma de un golpe de Estado es peligrosa, porque podría servir como caldo de cultivo para acentuar divisiones que ya han sido enterradas. Para la Argentina, que necesita estabilidad institucional, paz y crecimiento económico, la amenaza mayor a su futuro está en la intolerancia, en la voluntad de hegemonía de un sector sobre la comunidad entera, en la educación autoritaria que tiene raíces centenarias y que reaparece una y otra vez con rostros nuevos.

En los cuatro discursos que pronunció durante la semana que va del 25 de marzo al 2 de abril, la Presidenta –a la que nombraré, con respeto, por sus iniciales, CFK– supuso que el cielo se le venía abajo porque el Gobierno trata –dijo– de cambiar el viejo modelo de distribución injusta y desigual de la riqueza por otro más equitativo. Ese cambio de modelo es plausible y es necesario para que la Argentina aspire a sacudirse el polvo de su atraso ancestral y empiece a ser una potencia moderna, como ya lo son Chile y Brasil. Pero el cambio de modelo económico exige también –y, quizá, sobre todo– un cambio radical del modelo político. O, si se prefiere, una renuncia definitiva a la consolidación de un pensamiento único que se exaspera cuando el menor atisbo de disenso asoma la cabeza.

La Presidenta ha insistido en que gobierna para toda la comunidad, sin distinciones. Pero fue ella misma quien, en su discurso del 25 de marzo, empezó por establecer diferencias entre los que llamó “piquetes de la miseria, que cortaron calles y rutas por falta de trabajo” y “los piquetes de la abundancia”, que atribuyó a “los sectores de mayor rentabilidad”. De la misma manera, muchos de los que defendieron apasionadamente los piquetes rurales de fin de marzo denostaron con furia a los que antes cortaban las calles de las ciudades.

No ha sido fácil ver con las luces de la razón lo que sucedió en la Argentina de las pasadas semanas, porque las sombras de la sinrazón dominaron tanto a los que se alzaron contra las medidas económicas de la Presidenta como al lenguaje del Gobierno, que fue votado también para mantener la calma y para protegerla. La Presidenta pidió “humildemente” que se levantaran los cortes de rutas que impedían la llegada de los alimentos básicos a los centros de distribución. Su ruego llegó a destiempo, o bien llegó tan deslucido por otras formas de incomprensión e intolerancia que también tardó en ser atendido.

Tampoco es sencillo desentrañar los argumentos de todas las partes, porque, aunque se expongan con inteligencia, hay en ellos demasiados intereses que no se enuncian, pero se intuyen. La lectura se enturbia y nadie sabe dónde poner la confianza. La Presidenta se ha quejado con exceso de los desacuerdos con que algunos medios de prensa han recibido sus decisiones y sus mensajes. Hace mal, porque la libertad de expresión es uno de los atributos fundacionales de la democracia y el sustento imprescindible de las instituciones. Si está tan segura de que sus medidas son correctas, no tiene por qué irritarse. Se ha quejado de los insultos que se leyeron en algunas pancartas de las rutas y en blogs y mensajes de texto que circularon profusamente. Y en eso sí acierta, porque muchas de esas diatribas imbéciles denigraban a una persona y una investidura que deben ser respetadas. Hace bien, porque hasta quienes no la votaron la acompañarán en la repulsa, porque también ellos saben que esos epítetos, casi siempre anónimos, no merecen ser reprimidos. Si la Presidenta gobierna para todos los argentinos, como lo ha dicho con tanta frecuencia, también debe prepararse para que algunos no la quieran.

Más de una vez, durante los días finales de marzo, la Argentina volvió a sentirse cerca de un abismo sin nombre: no el abismo de diciembre de 2001, cuando la economía y las instituciones se derrumbaban al unísono, ni tampoco el abismo de febrero de 1976, invocado infortunadamente en el discurso del 1° de abril, porque CFK no adolece de la debilidad ni de la parálisis que aquejaba a Fernando de la Rúa, ni padece la inepcia, la torpeza y la red de conspiraciones militares que se cernían sobre Isabel Perón. Nada de eso.

Nadie digno de ser oído discute la legitimidad de su mandato ni la fortaleza de su carácter ni su capacidad para ejercer el mando. Nadie tampoco discute su derecho a imponer a la economía el rumbo que le parezca más adecuado dentro de los límites que ella misma ha establecido: el del consenso y la discusión entre las partes. Lo que se discute es la intolerancia que se le escapa en las improvisaciones, el afán de poder hegemónico que asoma en el pliegue de sus palabras y de sus actos.

Menos visible, aunque no menos real, es la vocación de dominio excluyente de algunos grandes propietarios y representantes de pools económicos, que declaman en público su voluntad de negociar y ceder, pero que en privado presionan y amenazan con temible intransigencia.

La Argentina ha sido civilizada a golpes de barbarie. Desde sus orígenes estuvo regida por la ley del más fuerte. Las elecciones democráticas tienen una antigüedad inferior al siglo y ese siglo está maculado, como se sabe, por proscripciones, golpes militares cruentos, dictaduras. Y aun en los momentos históricos que parecieron más saludables, la tentación de hegemonía –es decir, la exclusión o la reducción de los opositores a la insignificancia– rondó a gobernantes demasiado seguros de su fuerza. Perón dictaminó, recuérdese: “Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”. Esa fue una de las veinte verdades de su credo. Alfonsín soñó con la creación de lo que sus partidarios llamaban “el tercer movimiento histórico”; a Menem lo tentaba la reelección indefinida. De CFK no se podría decir todavía lo mismo, a menos que se tomen su gobierno y el de su predecesor como una continuidad sin final anunciado.

En sus primeros cien días de gobierno han aparecido, sin embargo, grietas visibles en la estructura K, que parecía tan sólida. Los gobernadores de Córdoba y de Chubut hicieron públicos sus desacuerdos con la administración central, varios senadores importantes se solidarizaron con la resistencia de los productores campesinos, así como algunos dirigentes sindicales, diputados provinciales y concejales teóricamente adictos al Gobierno le volvieron las espaldas. La única homogeneidad que logró la Presidenta fue la de las instituciones agropecuarias, que decidieron sostener el paro del campo y levantarlo al unísono.

Los veintidós días de resistencia del sector más tradicional de la economía argentina reabren heridas que se creían olvidadas. La Presidenta no ha salido indemne. Tuvo que cancelar o postergar su viaje a Londres, el primero de una agenda internacional en la que cifraba sus sueños de estadista. Puso al descubierto un resentimiento creciente con las críticas de la prensa a su gestión. Se detuvo a replicar insultos que están muy por debajo de su investidura y mostró flancos impermeables al diálogo. Ahora también deberá hacer frente a problemas pendientes que están desatendidos, pero no olvidados: la acusación por el trasiego de dinero en las valijas del venezolano Guido Antonini Wilson, el regreso de los cuantiosos fondos de la provincia de Santa Cruz que el ex presidente Kirchner envió al exterior y que nunca fueron devueltos, así como los excesivos gastos para sembrar de rutas esa misma provincia: 450 millones de pesos en los primeros meses de 2007, un tercio de lo que se invirtió en el resto del país, donde la inseguridad vial es muchas veces mayor. El 10 de diciembre de 2007 la Presidenta se declaró orgullosa de la herencia que recibía de su marido. También debe mostrarse dispuesta a pagar los costos.

Cuando asumió, se le vaticinaron cien días de apacible luna de miel con sus gobernados. Se pensaba que el paréntesis del verano y la tregua que es de rigor con los que empiezan le permitirían hacer definitivo pie en la bonanza de los últimos años. La realidad acaba de golpearla con extrema dureza. Le queda por recorrer la parte más larga y la más ardua del camino. Todo le resultará más fácil si, mientras avanza, deja caer los lastres de la tentación autoritaria.

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