EL COLAPSO DE LA CONCIENCIA CRITICA
Los últimos cuatro discursos de la presidente son una especie de hilera de fotogramas, todos ellos de un solo color, sepia oscuro… uniforme.
Un color viejo, que define y trasunta el colapso de la razón, la fulminación del pensamiento crítico y el asesinato de la lógica intelectiva.
En París, producida y enjoyada hasta los tuétanos, ha actuado como si se hubiera propuesto exhibir un torrente de banalidades. Tanto el objeto de su visita, encaminado sólo a un protagonismo personalísimo que no le mueve el amperímetro a ningún estadista, como sus apariciones públicas, son vivas muestras de una selección vulgar de prioridades que le indica su conciencia.
Parece que los seres humanos, cuando hablan, es porque convierten, con un mecanismo racional, un pensamiento en palabras : el lenguaje.
Esta señora, no.
Esta señora muy probablemente tenga una enfermedad mental que podría denominarse “rutina retórica automática”. Ella es, antes bien, una rutinaria de la frase articulada dicha en función de la frase misma, lo que produce el raro efecto de vaciar toda retención posible en la memoria del que oye.
Y cualquiera que desee sacar alguna simple conclusión o darle a ese mensaje un sentido concreto, naufraga.
La rutina, que es la síntesis de todos los renunciamientos, es casualmente el hábito de renunciar a pensar. En los rutinarios, absolutamente todo es… toda la vida… el menor o el nulo esfuerzo.
Los prejuicios son creencias anteriores a la observación. Los juicios, en cambio, sean acertados o erróneos, son consecutivos a ella.
Esta señora tiene todo mezclado, acaso porque lo suyo, a fuerza de repetirlo frente al espejo, resulta ser un mero aborto del lenguaje fotocopiado una y mil veces para ser leído mentalmente cualquiera sea el auditorio que se le haya puesto en frente.
Contaminada pues, de mil juicios que son prejuicios y de mil prejuicios que son juicios, hizo, de los últimos cuatro discursos, un formidable vomitatorio de la más tortuosa retórica, tan aérea y envasada al vacío que todas las frases se esfumaban y desaparecían de la memoria colectiva apenas pronunciadas.
Un catálogo de cabales imbecilidades que empezaba por suponer, en voz alta (para hacernos suponer a todos), que los presentes en la plaza habían ido allí en una gran procesión espontánea, familias, todas ellas, que abandonaron sus hogares y sus trabajos para concurrir a ese sitio a demostrar su afecto patriótico a una sola persona, con sus espíritus decididos a defender la democracia, casualmente encarnada en la silueta de esta mujer.
Pero además de aquella sospechosa espontaneidad, acaso era gente con una prefigurable capacidad de contagio mental de este tipo de imbecilidades.
El contagio mental de esa turbamulta, una manada de “veintidós mangos pa' subir al micro”, flotaba allí en el aire, los contagiaba a todos y los penetraba fácil, hasta por los poros de su piel.
Casi nunca se ha podido ver a un imbécil que haya sido originalizado por cercanía o por proximidad a un genio. Al revés, suele ser común que un bienpensante se contamine y se pudra entre los imbéciles.
Es, simplemente, porque es más contagiosa la idiotez que el talento.
Oyéndola hablar 40 minutos en el último de sus ensayos de letrina retórica, hubo, sin embargo, algo concreto :
Andaba por allí suelto un mafioso, un dictador multimediático que, sin ser nombrado, quedaba claro que se trataba de Hermenegildo Sabat, un tipo tan gentilhombre y tan noble, que su sola mención en el intento de demonizarlo, ayudó mucho a sellar definitivamente una fuerte conclusión primaria :
Esta señora, no solamente renunció a pensar lo que dice, sino algo peor, parece que renunció a tener la menor noción de sus propias referencias.
Podría haber mentado con más éxito a la madre de Juan Veintitrés y acaso por tan lejano ejemplo, eso pasaba inadvertido.
Pero nó… lo mentó a este tipo, querible, cristalino y honrado, mucho más comprometido con la dignidad que con su propia vida.
Y allí, cuando lo mentó, piso el palo… de una manera casi brutal.
Los veinte mil borregos de la plaza, no tenían ni tienen la menor idea de quien es Hermenegildo Sabat. Y por eso era fácil contagiarles a todos ellos, esa imbecilidad enciclopédica.
Un loco tira perdigones sin pegar, pero para el lado donde pasan los patos.
Ella no. Ella tira con perdigones hacia donde se hamaca un anciano.
Y allí yace el contenido fatal de su retórica de escupidera. Y deja al desnudo que ni siquiera puede llamársele torpe o inescrupulosa.
Es sólo que renunció a pensar y carece de referencias.
Eso es lo que le falta.
La función mental para parir una idea… no adorna su vida.
Si alguien mezcla en una misma frase, el agravio con la súplica… el denuesto con la enunciación de una humildad ortopédica, es porque tiene en estado de colapso a su conciencia crítica, lo cual hasta es difícil que pueda resolverlo el saber conjetural de un psicólogo.
Eso es ingénito. No se quita ni con pastillas.
Según se cree, inversamente, se agrava con pastillas, especialmente con las anfetaminas que se usan para adelgazar de un modo desesperado.
El colapso de la conciencia crítica lo afectó claramente a Aníbal el cartaginés, quien, a las puertas de Roma y acaso muy cerca de convertirse en el dueño del mundo, prefirió sumergirse en la banalidad.
Pero hay una diferencia fulminante : Están los que han tenido y han ejercido alguna vez la conciencia crítica. A ellos, el colapso se les advierte por contraste.
Y están los que jamás la han tenido ni la han ejercido :
El colapso para estos últimos…es, de nacimiento.
Lic Gustavo Adolfo Bunse
gabunse@yahoo.com.ar
Los últimos cuatro discursos de la presidente son una especie de hilera de fotogramas, todos ellos de un solo color, sepia oscuro… uniforme.
Un color viejo, que define y trasunta el colapso de la razón, la fulminación del pensamiento crítico y el asesinato de la lógica intelectiva.
En París, producida y enjoyada hasta los tuétanos, ha actuado como si se hubiera propuesto exhibir un torrente de banalidades. Tanto el objeto de su visita, encaminado sólo a un protagonismo personalísimo que no le mueve el amperímetro a ningún estadista, como sus apariciones públicas, son vivas muestras de una selección vulgar de prioridades que le indica su conciencia.
Parece que los seres humanos, cuando hablan, es porque convierten, con un mecanismo racional, un pensamiento en palabras : el lenguaje.
Esta señora, no.
Esta señora muy probablemente tenga una enfermedad mental que podría denominarse “rutina retórica automática”. Ella es, antes bien, una rutinaria de la frase articulada dicha en función de la frase misma, lo que produce el raro efecto de vaciar toda retención posible en la memoria del que oye.
Y cualquiera que desee sacar alguna simple conclusión o darle a ese mensaje un sentido concreto, naufraga.
La rutina, que es la síntesis de todos los renunciamientos, es casualmente el hábito de renunciar a pensar. En los rutinarios, absolutamente todo es… toda la vida… el menor o el nulo esfuerzo.
Los prejuicios son creencias anteriores a la observación. Los juicios, en cambio, sean acertados o erróneos, son consecutivos a ella.
Esta señora tiene todo mezclado, acaso porque lo suyo, a fuerza de repetirlo frente al espejo, resulta ser un mero aborto del lenguaje fotocopiado una y mil veces para ser leído mentalmente cualquiera sea el auditorio que se le haya puesto en frente.
Contaminada pues, de mil juicios que son prejuicios y de mil prejuicios que son juicios, hizo, de los últimos cuatro discursos, un formidable vomitatorio de la más tortuosa retórica, tan aérea y envasada al vacío que todas las frases se esfumaban y desaparecían de la memoria colectiva apenas pronunciadas.
Un catálogo de cabales imbecilidades que empezaba por suponer, en voz alta (para hacernos suponer a todos), que los presentes en la plaza habían ido allí en una gran procesión espontánea, familias, todas ellas, que abandonaron sus hogares y sus trabajos para concurrir a ese sitio a demostrar su afecto patriótico a una sola persona, con sus espíritus decididos a defender la democracia, casualmente encarnada en la silueta de esta mujer.
Pero además de aquella sospechosa espontaneidad, acaso era gente con una prefigurable capacidad de contagio mental de este tipo de imbecilidades.
El contagio mental de esa turbamulta, una manada de “veintidós mangos pa' subir al micro”, flotaba allí en el aire, los contagiaba a todos y los penetraba fácil, hasta por los poros de su piel.
Casi nunca se ha podido ver a un imbécil que haya sido originalizado por cercanía o por proximidad a un genio. Al revés, suele ser común que un bienpensante se contamine y se pudra entre los imbéciles.
Es, simplemente, porque es más contagiosa la idiotez que el talento.
Oyéndola hablar 40 minutos en el último de sus ensayos de letrina retórica, hubo, sin embargo, algo concreto :
Andaba por allí suelto un mafioso, un dictador multimediático que, sin ser nombrado, quedaba claro que se trataba de Hermenegildo Sabat, un tipo tan gentilhombre y tan noble, que su sola mención en el intento de demonizarlo, ayudó mucho a sellar definitivamente una fuerte conclusión primaria :
Esta señora, no solamente renunció a pensar lo que dice, sino algo peor, parece que renunció a tener la menor noción de sus propias referencias.
Podría haber mentado con más éxito a la madre de Juan Veintitrés y acaso por tan lejano ejemplo, eso pasaba inadvertido.
Pero nó… lo mentó a este tipo, querible, cristalino y honrado, mucho más comprometido con la dignidad que con su propia vida.
Y allí, cuando lo mentó, piso el palo… de una manera casi brutal.
Los veinte mil borregos de la plaza, no tenían ni tienen la menor idea de quien es Hermenegildo Sabat. Y por eso era fácil contagiarles a todos ellos, esa imbecilidad enciclopédica.
Un loco tira perdigones sin pegar, pero para el lado donde pasan los patos.
Ella no. Ella tira con perdigones hacia donde se hamaca un anciano.
Y allí yace el contenido fatal de su retórica de escupidera. Y deja al desnudo que ni siquiera puede llamársele torpe o inescrupulosa.
Es sólo que renunció a pensar y carece de referencias.
Eso es lo que le falta.
La función mental para parir una idea… no adorna su vida.
Si alguien mezcla en una misma frase, el agravio con la súplica… el denuesto con la enunciación de una humildad ortopédica, es porque tiene en estado de colapso a su conciencia crítica, lo cual hasta es difícil que pueda resolverlo el saber conjetural de un psicólogo.
Eso es ingénito. No se quita ni con pastillas.
Según se cree, inversamente, se agrava con pastillas, especialmente con las anfetaminas que se usan para adelgazar de un modo desesperado.
El colapso de la conciencia crítica lo afectó claramente a Aníbal el cartaginés, quien, a las puertas de Roma y acaso muy cerca de convertirse en el dueño del mundo, prefirió sumergirse en la banalidad.
Pero hay una diferencia fulminante : Están los que han tenido y han ejercido alguna vez la conciencia crítica. A ellos, el colapso se les advierte por contraste.
Y están los que jamás la han tenido ni la han ejercido :
El colapso para estos últimos…es, de nacimiento.
Lic Gustavo Adolfo Bunse
gabunse@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario