Cristina Kirchner agrava el odio y la fractura social, justamente cuando el rol del presidente debiera ser concertar la armonía y cohesión de la sociedad.
Por Guy Sorman
El Estado kirchnerista busca extraer el máximo rédito de los sectores que mueven –los únicos, en realidad– la economía argentina para comprar el clientelismo que en este país reemplaza al desarrollo económico. Al subirle los impuestos al único sector que funciona en el país, el Gobierno obstaculiza el desarrollo.
En otras palabras, en la Argentina, sin el campo, no hay progreso. Y lo sucedido esta semana en Plaza de Mayo no es un problema de ricos contra pobres ni de oposición versus Gobierno: se trata de una protesta legítima de esa porción de la sociedad que vive de su trabajo contra el poder mafioso y extorsivo de los Kirchner, los cuales al enviar a los piqueteros a reprimir exhibieron la brutalidad de su poder.
Este régimen que carece de todo principio democrático emplea técnicas de intimidación que nos retrotraen a las épocas más oscuras de la historia argentina.
Por otro lado, la Argentina es el único país latinoamericano, con la excepción de Venezuela y Cuba, que no ha entrado en la modernidad democrática.
En este sentido, su retraso es enorme: a la sociedad argentina sólo le queda el piquete y el cacerolazo, los cuales están estrechamente vinculados a la destrucción democrática, la incapacidad para el diálogo y la violencia.
Un tercio de la población argentina se encuentra excluida de la economía de mercado, de la cultura y de la ética del trabajo.
En este contexto dramático, Cristina Kirchner agrava el odio y la fractura social, justamente cuando el rol del presidente debiera ser concertar la armonía y cohesión de la sociedad.
En la Argentina, se está siempre al borde de la violencia.
Y Kirchner –Néstor o Cristina, no tiene importancia quién lleva las riendas del Gobierno realmente– en vez de calmarla, la anima, la subvenciona. Ninguno de los Kirchner soporta la crítica, el disenso. Quieren el poder absoluto.
Revista Noticias
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