Por Alejandro Bongiovanni *
Imagine el lector una ruidosa y prolongada sesión legislativa en un país cualquiera. Asimismo imagine, que luego de elucubradas ponencias, acalorados debates y diatribas dignas de las filípicas de Demostenes, el Congreso de marras sanciona con amplisima mayoría (digamos ciento noventa y nueve contra uno) una nueva ley fundada en la enorme sapiencia de los representantes del pueblo. La norma en cuestión dispone “el fusilamiento, dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes a la publicación en el Boletin Oficial, de toda persona pelirroja que habite el país”. Comuniquesé, promulguesé, publiquesé, etc.
Si luego del ejercicio de imaginación, el lector intuye que la referida ley repugna a los más básicos criterios de justicia, significa que advierte la descomunal diferencia entre democracia y democracia ilimitada. Por supuesto, las cámaras legislativas no se han abocado a la tarea de aniquilar personas, pero cierto es que el gérmen del totalitarismo democrático crece rápidamente en nuestro país como en el resto de América Latina, amenazando con destruir aquello para lo cual fue instituida la democracia misma: la limitación de la intervención del poder público en la vida de los individuos.
¿Qué es el totalitarismo democrático? No es más que un gobierno donde los mecanismos de la democracia aun funcionan, pero donde el poder no reconoce sobre sí límite alguno. La mayoría puede entonces disponer sobre la vida y bienes de la minoría, y ésta debe pasivamente obedecer, a riesgo de ser paradójicamente acusada de golpista. Esta nociva manera de entender la democracia era probablemente la que criticaba Borges cuando decía “me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística”¹. Buena manera de señalar cómo el respeto de los derechos individuales no puede depender de un mero dato numérico como el quorum legislativo.
Dos aclaraciones sobre lo dicho. Cuando referimos a que las vías democráticas “aún funcionan”, advertimos que el deterioro institucional donde prima el totalitarismo democrático, tiende a hacer desaparecer sin más, a la democracia misma. Los gobiernos de esta calaña ven a la democracia como un obstáculo indeseable, y no dudan –siempre que tengan el poder económico y político suficiente– en socavar los principios democráticos para perpetuar cualitativa y cuantitativamente su mando. En segundo lugar, cuando hablamos de mayoría nos referimos simplemente a la resultante en el régimen representativo, con todos los inconvenientes que este implica, y a sabiendas que demasiadas veces los representantes olvidan por completo a los representados.
Util y oportuna reflexión es entonces la que gira en torno a la definición del alcance preciso de la democracia, que a pesar de sus claras ventajas, por sí misma no siempre poca la salvaguarda que nos brinda contra el totalitarismo.
Que la democracia es hasta ahora el mejor de los sistemas conocido para distribuir el ejercicio del poder, y que fomenta el traspaso de este sin derramamientos de sangre, es una realidad cuyo mérito no se discute. Ahora bien, suponer que basta ceñirnos a los resortes democráticos para evitar ser víctimas de arbitrariedades o confiscaciones, es una idea errónea.
Ortega y Gasset advertía sobre la diferencia entre democracia y liberalismo cuando señalaba que son “dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas. La democracia responde a la pregunta: ¿Quién debe ejercer el Poder público? La respuesta es: el ejercicio del Poder público corresponde a la colectividad de los ciudadanos. Pero en esa pregunta no se habla de que extension debe tener el Poder publico. [...] El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quienquiera el Poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el Poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado” ².
Lamentablemente no se defienden vigorosamente –como los mecanismos democráticos– los límites al poder. Esto nos lleva al sinsentido de contentarnos por ejemplo, con el hecho de que nos robe un ladrón, siempre y cuando sea escogido por nosotros.
El caso particular de las retenciones.
Como hemos dicho, la democracia por sí sola no nos defiende contra las decisiones abusivas que pueda tomar la mayoría (como aniquilar a la minoría pelirroja), por esto debemos repensar al gobierno democrático como un gobierno con límites ciertos y concretos, recordando que el abuso de poder es igualmente nocivo si parte de una persona o de muchas.
Nuestro país vive actualmente una situación insólita, en la que se discute en recintos legislativos una ley a través de la cual se roba la mitad de la propiedad a algunas personas. El hecho de suponer que el tour, más o menos serio, que la ley efectue en ambas Camaras, inmuniza la disposición contra los claros defectos inherentes a su naturaleza –se trata de una confiscación patente, repulsiva a la igualdad ante la ley– es un absurdo tragicómico. Puede el Congreso decir que la ley no tiene vicios de forma, pero quitar la mitad de la propiedad a algunas personas, ricas o pobres, es un atropello tan despótico y vil como sería por ejemplo, aniquilar a los pelirrojos. La justicia no entiende de mayorías y no discrimina entre ricos y pobres (por eso justamente tiene una venda en los ojos). Frente a ella vale lo mismo el derecho de uno que el de miles. Las retenciones móviles son injustas y confiscatorias, y no las galvanizarán de legitimidad el acuerdo de todos los parlamentos del mundo.
El poder, aun democrático, tiene un freno: la vida y propiedad de las personas. Para beneficio de éstas, vale recordarlo, es que se yerguen los gobiernos. Las personas son fines en sí mismas y no medios para supuestos “fines sociales”. Quitar a los individuos el producto de su esfuerzo, con el que alimentan sus particulares sueños de progreso, es un crimen aberrante.
Usar a la democracia con estos objetivos es pervertir su inicial misión de defender a las personas contra el poder público. Los partidarios de democracias ilimitadas, lobos con piel de cordero, son tan arbitrarios como los déspotas ilustrados, aunque pretendan santificarse bajo un halo de legitimación social. El escritor español Jose Luis Cebrian dice de ellos, “son aliados de las corrientes totalitarias o totalizadoras de los poderes públicos, ya que garantizan una coartada electoral respecto de sus decisiones. Cuando los dirigentes y los líderes de opinión abandonan el relativismo de sus convicciones para adentrarse en definiciones cada vez más rotundas de los valores sociales que dicen defender; la democracia, convertida en ideología, comienza a perder sus características de sistema dialéctico y cuestionable, para arribar vicios y formas de una nueva y sutil esclavitud”³.
Por otro lado, el Premio Nobel, Friedrich A. Hayek en su monumental obra de filosofía política, Derecho, Legislacion y Libertad, dedica el último de sus tres volúmenes al diagnóstico y remedio del grave error de “considerar que la adopción del método democrático permite obviar la necesidad de limitar por otras vías el comportamiento de los órganos de gobierno”4. Esperemos aprender la lección cuanto antes. De otro modo, los ciudadanos podemos perder mucho más que lo quitado por las retenciones.
* Coordinador del Area de Políticas Publicas de Fundación Libertad
Referencias:
1 Borges, Jorge Luis, La moneda de hierro: Obras Completas III, Emece Editores, 1996), p.122 Ortega y Gasset, Jose. El espectador, Biblioteca Salvat, p.116 y ss.3 Cebrian, Jose Luis, El fundamentalismo democratico, Editorial Taurus, p. 274 Hayek, Friedrich A. Derecho, Legislacion y Libertad. Union Editorial, Vol III, p 17
viernes, 11 de julio de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario