domingo, 13 de julio de 2008

El pecado de ser grande

El gobierno nacional consiguió dar otro paso con la aprobación en la Cámara de Diputados de su norma defendida con fundamentalismo inusual. Si bien ese proyecto de ley logro avanzar resignando buena parte de sus aspiraciones, pudo sortear la vergonzante situación de debilidad política que hubiera implicado una derrota numérica.

En esto de las retenciones hemos asistido a largos debates, no solo parlamentarios sino también mediáticos, donde voces altisonantes se alzaron para defender con mucha pasión cada posición.

Entre los cambios que surgieron respecto del proyecto original apareció algo predecible, no desde lo técnico, pero si desde lo ideológico. Tiene que ver con el "políticamente correcto" discurso de favorecer a los pequeños y medianos productores en detrimento de los más grandes

De la nueva versión aprobada surge que quienes produzcan hasta 300 toneladas pagarán una retención efectiva del 30%, mientras que los que cosechen entre 300 y 750 toneladas pagarán el 35% del tributo. En los productores de hasta 1.500 toneladas pagarán las primeras 750 toneladas al 35%, mientras que el segundo tramo de esa producción se tributará con las actuales retenciones móviles.

Esta diferenciación entre pequeños, medianos y grandes productores subyace en la mente de muchos. No sólo en la de los políticos y dirigentes en general. La sociedad, en buena medida, lo acepta con inusitada adhesión. El significativo tamaño de un emprendimiento parece implicar, en sí mismo, cierta cuota de culpabilidad.

No debiera extrañarnos más de la cuenta. Vivimos en sociedades donde el éxito está mal visto, tiene mala prensa. En estas latitudes el triunfo, la capacidad de progreso, conlleva una dosis de sospecha. Reina así, la ideología que dice que para crecer es imperioso hacerlo a expensas de otros. Si se ha logrado ser exitoso, es porque otros han sido derrotados. Surge así una lógica casi deportiva donde para que uno gane, otros, forzosamente, deben perder.

Se olvidan que la riqueza se genera, y que los que lo consiguen son los emprendedores, esos que aspiran a ser más, esos que naciendo pequeños pretenden ser cada vez más grandes. Lo hacen con convicción y también con esa imprescindible ambición que los caracteriza.

Buscan la riqueza. Los mueve el afán de lucro. Saben que es el motor natural de la humanidad. No hay que avergonzarse de ello. Sólo es preciso asumirlo, entenderlo y no tratar de negar su existencia por algún capricho ideológico, que no resiste prueba concreta alguna. Los recitados discursos en contra del lucro suenan simpáticos, pero sus expositores luego piden a cambio retribuciones dinerarias para defender esas ideas que dicen apoyar tan desinteresadamente.

No existen productores pequeños, medianos y grandes. Sí se pueden encontrar a diario, hombres y mujeres dispuestos a arriesgar lo poco o mucho que tienen, lo que han conseguido por sus propios méritos, para seguir creciendo. Ellos no viven del erario público. No tienen sueldo fijo. Nadie los designó "en planta" con la inherente estabilidad que impide que los despidan, sin importar sus habilidades, eficiencia o productividad.

Todos, pequeños y grandes construyen la riqueza. Diferenciarlos, dividirlos, más allá de las perversas pretensiones de la política mezquina de estos días, es caer en la trampa de la culpa, el odio y el resentimiento.

Es cierto que algunos ricos han obtenido sus bienes gracias a cuestionables privilegios. Muchos de ellos se han visto favorecidos por el favor estatal. Pero la generalización castiga, en este caso, a los más dignos, y no a los otros.

Con acumulación de capital llegan las transformaciones. Sólo pueden producir, ofrecer empleo genuino y obtener crecimiento real, quienes logran generar, previamente, recursos para ello. Cuando el Estado se queda con la renta, la capacidad de acumulación se agota y entonces se hipoteca no sólo el presente, sino también el futuro. El simpático argumento de la redistribución apela a lo más profundo de nuestra sensibilidad. Se ampara en ello para ofrecernos a cambio sólo románticas promesas que luego se ven opacadas por una siempre discrecional, arbitraria y poco transparente forma de asignar recursos.

Ser grande no es un pecado. El pecado es haber logrado una posición económica, cualquiera sea su tamaño, en base a negociados, estafando a otros, estableciendo dudosas alianzas con el poder público, para lograr la protección de los privilegios que solo el poder ofrece. El pecado está en las formas, no en la magnitud. La corrupción, la inmoralidad y la indignidad no son patrimonio de los más grandes. Se trata de una condición humana que, poco y nada, tiene que ver con el tamaño.

Muchos han intentado este camino de lograr posiciones abandonando sus convicciones y el resto de dignidad que les quedaba, para ofrecerle a sus hijos, incluso a sí mismos, un porvenir mejor. A esos no los amedrentarán con retenciones móviles. Tampoco quitándoles la renta. Ellos son lo suficientemente inmorales para ir en busca de un nuevo negocio que les permita seguir en su cuestionable senda, aplicando sus repudiables métodos.

No es pecado ser grande. Sí lo es, dejar de lado las convicciones. Para eso no es necesario ser enorme. A los que no pueden defender sus ideales, les cabe la hora del análisis. La moralidad culposa de estos tiempos sigue rondando. Mientras no podamos decir lo que pensamos sin el temor a ser juzgados por ello, seguiremos dando lugar a esta manera de ver las cosas, que sólo nos garantiza más pobreza no sólo económica, sino de espíritu.

Por Alberto Medina Mendez

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