Aquello que nos pasa es harto sabido. Somos un país favorecido, pero con escasa esperanza, lánguidos de espíritu. Ese contraste habla más que diez tomos. Porque si fuéramos una nación densa, asentada sobre un sitio inane y cultural o étnicamente fracturada, ese desaliento por lo menos tendría alguna explicación.
Es útil bucear para hallar alguna clave de esa combinación contrastante, de disponer de todo y estar trabados. De amagar, pero no plasmar.
Se ha reflexionado en torno de algunos puntos como la presunta 'juventud' de nuestro país - esto es, su inmadurez. O acerca de que somos una mezcla racial o de que no terminamos de ser sudamericanos, nostalgiosos de lo europeo. Y una variopinta de análisis introspectivos referidos a la búsqueda de la identidad.
Pienso que podría ubicarse otra clave para entender lo que nos pasa. Aludo al destrato notorio del patrimonio público o común.
No tenemos conciencia de ese patrimonio. No hemos aprendido -porque no nos lo han enseñado- que lo de todos no es de nadie, sino nada menos que de nosotros. Nuestra creencia es al revés: si pertenece a la esfera pública es literalmente de nadie y, correlativamente, apropiable o abusable por quien lo tenga a mano o por quien llegue primero. El patrimonio común es algo así como el ganado en las pampas del s. XIX, mostrenco, si se admite el símil.
Las calles de nuestras ciudades - salvo las del interior bonaerense, Mendoza y quizás todas las pequeñas situadas tierra adentro - son repositorios de desechos, desde un simple papelito hasta los residuos más ominosos. Todo lo descartable, inclusive hasta la grosería de plantar un viejo inodoro, va a parar a la acera. Sin disciplina horaria, sin límites, sin respeto.
A las plazas y paseos nos cuesta un Potosí mantenerlos. El entorno del Obelisco sembrado de cajas de pizza por las mañanas domingueras, desde la primavera hasta el otoño, son una patente muestra de la desidia por lo común.
Los recurrentes incendios forestales y, sin ir más lejos, la perversa contaminación de la cuenca Reconquista-Riachuelo, son pruebas inconcusas de que nuestra acidia para cuidar el patrimonio público es alarmante.
¿Qué diferencia conceptual tiene una plaza con una partida presupuestaria estatal despilfarrada o hurtada mediante un sobreprecio en una licitación oficial? Ninguna. Ambas son comunes y en nuestro astigmatismo son de nadie y por tanto podemos hacer de todo, desde usarlas negligentemente hasta apoderárnoslas. Si hay sobrepagos, como los damnificados somos todos, no hay daño para nadie. Así de atravesada es la inferencia.
Quizás esto nos dé una pista sobre la causa de tan honda y persistente corrupción administrativa. Tan extendida y profunda que da la sensación de que asistimos a una desquiciante carrera en la que el próximo gobierno es más felón que el precedente.
El patrimonio común es un bien inasible, difuso, lejano, vacante. Sin dueño, pronto y presto para ser usurpado, con la certeza de que nadie lo reivindicará. Tan solo habrán codiciosos al acecho que pretenden encumbrarse para suplantar a los actuales aprovechadores. O - en el caso de un paseo - para reemplazar a los acampantes o a quienes lo transformaron en un campo deportivo de facto.
Hace cuarenta años que la crónica de la corrupción desde el pináculo del Estado es cotidiana. Abrumadoramente diaria. No obstante, el país no se resarció ni de un peso de lo sustraído. Alguna explicación debe existir para esa absoluta carencia de indemnización. No es otra de que lo público es adueñable por quien pueda o tenga la oportunidad. No hay castigo porque, con el tratrocamiento valorativo, el detrimento de lo público se presume inocuo. Distinto si lo hurtado pertenece a un individuo. En este caso, la condena social - siempre más rápida que la morosidad legal - es instantánea.
Con la corrupción desde el poder unos hacen el oportuno negociado y sus competidores el consabido enrostramiento tratando de desacreditar y esmerilar, no de enmendar radicalmente conductas y actitudes.
Obviamente, el desapego a la ley nutre no sólo a la corrupción, sino también al destrato que sufre el patrimonio colectivo. Alejados de la ley, esa miopía para valorar al patrimonio de todos anima a ir por él. De Tesoro nacional a atesorado por el infiel mandatario de ocasión.
Existen países, inclusive uno, el Uruguay, de nuestra misma matriz, que exaltan al patrimonio común de una manera notable. En Montevideo hay una jornada establecida para honrarlo. Ese día los montevideanos forman largas colas para entrar al Teatro Solís o al Palacio Suárez con el fin de admirar esa pertenencia. Porque esos bienes se sienten como lo que son, propios de todos, compartidos por la comunidad.
Sin una idea clara del patrimonio común está enervado el destino colectivo. Si no tenemos internalizado el acervo comunitario es harto difícil que breguemos por una finalidad general. El tantas veces declarado ausente, el Proyecto común - o las mismas Políticas de Estado, siempre inalcanzables - se vincula con la incuria por el patrimonio del conjunto. Si tratamos como trasto al patrimonio de todos, ¿para qué esforzarnos en pensar - y ejecutar - metas colectivas?.
En rigor, rige con el patrimonio común ese letal 'sálvese quien pueda' o su pariente 'hago la mía'.
Valgan estas reflexiones para poner en escena a un entenado, el patrimonio común. Es tiempo para que se siente a nuestra mesa y culmine la ajenidad con que lo desconceptuamos. Es uno de los nuestros. Concluir con décadas de declinación nacional, mucho depende de él y de cómo lo tratemos, cuidemos y aprovechemos.
Es momento para articular aceitadamente individuo y sociedad, un ensamble que la convivencia exige que sea tan férreo como equilibrado.
Alberto Asseff
Presidente de UNIR
Unión para la Integración y el Resurgimiento
lunes, 29 de diciembre de 2008
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