viernes, 4 de abril de 2008

Un minuto de humildad

Un minuto de humildad

En un país donde el 65 por ciento de la población no votó a Cristina, está prohibido golpear cacerolas o llegarse hasta un paseo público para protestar pacíficamente por sus derechos arrasados. Lo saben bien los protestantes que recibieron sobre sus humanidades el rigor de los grupos de choque del gobierno.

Por Eugenio Paillet

¿Es el gobierno un ente perverso dedicado a planificar sólo sufrimiento para los ciudadanos? No, no lo es. Aunque habría que convenir que subir al escenario de Parque Norte al impresentable Luis D’Elía, después de las gravísimas agresiones de patotero de barrio y de sus expresiones claramente xenófobas -que hasta ahora no han merecido ni un suspiro de la titular del Instituto Nacional contra la Discriminación, María José Lubertino-, es nomás un gesto casi perverso, antes que una abierta provocación.

¿Hay en el gobierno funcionarios dedicados a planificar el futuro sin la más mínima preocupación por el análisis previo --ni hablemos del diálogo con los sectores involucrados-- que permita conocer, y en ese caso evitar, las consecuencias no queridas o perjudiciales para los actores sociales a los que van dirigidas sus políticas? Sí, los hay.

Allí habría que encontrar la matriz del peor conflicto que ha atravesado la joven administración de Cristina Fernández, y podría decirse sin demasiado margen de error que también la de su marido y antecesor. Eso, sumado a una incontable serie de errores políticos, de muestras de incompetencia supina y de una agravada dosis de soberbia y desparpajo, ha convertido al país en un hervidero y a la sociedad en un actor pasmado y temeroso de la construcción oficial de escenarios que se creía definitivamente desterrados después de la tragedia de 2001.

Cristina Fernández tuvo un minuto de humildad y 69 de renovada tozudez y soberbia en el discurso de Parque Norte. Fue, aunque parezca de otro planeta, todo lo que el gobierno estaba dispuesto a dar para obligar a los dirigentes del campo a levantar un paro que provoca desabastecimiento y calienta los ánimos a niveles peligrosos.

Vale la insistencia. ¿Cómo pedir con humildad que el campo levante el paro sin ningún condicionamiento, mientras los rostros desencajados y los puños crispados de D’Elía y Pérsico se filtraban en la imagen de televisión, amenazando con nuevas golpizas y calificativos denigrantes hacia un sector de la población que harían empalidecer a la mismísima Venezuela de Hugo Chávez?

Veamos toda la saga para no quedarnos sólo en la contemplación del árbol. Los Kirchner --y quienes los rodean y acompañan desde la oscura noche de los 70-- no hacen distingos en la composición social y política del país que gobiernan. Los que no están con ellos son partidarios de Videla que quieren voltearlos mediante un golpe de Estado. No hay un mínimo de racionalidad ni intención de detenerse entre las mil variantes que se encuentran entre ambos extremos.

Así, el matrimonio presidencial decide quiénes son los buenos y quiénes los malos. Quién puede manifestar en la Plaza de Mayo y quién no. Deciden cuál es el número de inflación mensual que más les gusta. Atacan a los que cortan rutas porque reclaman frente a una política de retenciones francamente confiscatoria, pero permiten que otros actores corten calles, como los grupos de choque pagados por la Casa Rosada, y puentes fronterizos, como los asambleístas entrerrianos.

En un país donde el 65 por ciento de la población no votó a Cristina Fernández el 28 de octubre, está prohibido golpear cacerolas o llegarse hasta un paseo público para protestar pacíficamente por sus derechos arrasados. Lo saben bien los protestantes que recibieron sobre sus humanidades el rigor de los grupos de choque del gobierno.

Quienes conocen el paño y trajinan las alfombras rojas del poder saben que una sola llamada de Oscar Parrilli al celular de D´Elía o de Pérsico hubiese bastado el martes para mantener a los piqueteros en sus cuarteles. Ese gesto de racionalidad, sin embargo, hubiese ido a contrapelo de la estrategia de los Kirchner, quienes decidieron echarle más nafta a la hoguera por el simple y gastado argumento de que están en juego "la autoridad de Cristina" y la estabilidad de su gobierno.

Frente a ese cuadro: ¿por qué alguien podía suponer, no sin un alto grado de infantilismo, es cierto, que el gobierno iba a llamar a los productores para consultarlos sobre las medidas que pensaba lanzar y generar consensos, en ese momento y no después de dieciséis días de huelga, que permitieran su aceptación o su debate?

Había que escuchar, tras el minuto de humildad y los 69 de insensatez de Cristina, a quienes en el gobierno jugaban con fuego. "Acá hay una conspiración para voltear al gobierno", decían exaltados. Frente a la perplejidad de los interlocutores por tamaño despropósito, venía la réplica cargada de sorna: "Ustedes son inocentes, muy inocentes. No se dan cuenta que acá hay otra cosa; acá hay un plan para voltearnos".

Realmente, desde la cima del poder, y de allí para abajo, creen que quienes salieron a golpear cacerolas y llegaron hasta plazas y paseos en todo el país son hijos e hijas de Elisa Carrió, de Mauricio Macri, adoradores de Videla, o pugnadores de la política de derechos humanos del gobierno y señoras paquetas de Barrio Norte. Jamás aceptarán que hubo allí miles y miles de ciudadanos comunes que están hartos de que Guillermo Moreno dibuje los números del costo de vida, de que los productos de la canasta familiar aumenten a niveles insostenibles, de la soberbia y la prepotencia, y ahora del patoterismo vil de los D´Elía y los Pérsico, con cobertura política y económica proporcionada desde el primer piso de la Casa Rosada.

No pocos se preguntan por qué el gobierno dejó crecer durante quince días la protesta del campo. Por qué escondió la policía y la Gendarmería mientras se renovaban las protestas en plazas y rutas nacionales. No hay explicación, a menos que también de este lado se empiece a hablar de las famosas teorías conspirativas, para el largo silencio de radio de los funcionarios. O del silencio de Cristina durante sus vacaciones en El Calafate, antes de desembarcar guerrera y bravucona en el palco de Parque Norte.

Tampoco hay explicación para que el gobierno reconozca sólo ahora, con la protesta desmadrada por las bases rurales y la población sumida en un largo padecimiento de góndolas vacías y precios por las nubes gracias a los pescadores de río revuelto, que había un paquete de medidas --un Plan B, que negó una y otra vez el dubitativo Martín Lousteau-- para corregir algunas de las inequidades del plan confiscatorio de las retenciones móviles.

En la Casa Rosada admiten sin tapujos que ese plan correctivo, que iba a ser difundido poco después del primer anuncio del ministro de Economía, quedó guardado en un cajón de la Jefatura de Gabinete apenas iniciado el paro del campo. Dicen que avanzar en esa dirección significaba caer en un "retroceso político" con la medida de fuerza en marcha. Y que era necesario preservar "la autoridad presidencial".

Algunos de los que así hablan se han disparado un balazo en el pie. Porque, más allá de las bravuconadas, del discurso de barricada y de la supuesta fortaleza política de que se hizo gala, el gobierno ha terminado por ceder. No sólo apareció el Plan B tan negado en el comienzo de la protesta.

El gobierno acabó condicionado y llevado a una mesa de diálogo a la que había jurado no sentarse mientras quedara un chacarero a la vera de la ruta. También fue evidente que, pese a la furiosa negativa de Kirchner de las primeras horas, fueron varios los gobernadores que, desafiando esa orden --que no reconoce las realidades de los mandatarios en sus propias provincias y sólo busca preservar el poder de la Casa Rosada-- se sentaron en diálogos a escondidas con los dirigentes de las cuatro entidades del campo.

La realidad está a la vista: el gobierno negocia con los dirigentes agrarios con el paro suspendido, y no en todos los cortes, pero no levantado. ¿Dónde está la pérdida de autoridad presidencial? En ninguna parte. Sólo en la mente de afiebrados operadores del ultrakirchnerismo que ven fantasmas y golpistas detrás de cada puerta.

El paro del campo dejará nuevas grietas en el andamiaje del gobierno y del kirchnerismo, por más que quieran disimularlo. En aquellas horas calientes, Julio de Vido y Guillermo Moreno se sentaron a mirar por TV la gestión de Alberto Fernández y Lousteau. Se dice que desde las cuevas del devidismo más recalcitrante salieron, durante la semana, versiones de renuncia del ministro de Economía.

En efecto, hay en esos y otros sectores del gobierno quienes acusan al dúo de haberse manejado con imprecisiones, con errores conceptuales e históricos y con escasa cintura política a la hora de presentar el paquete de retenciones y otras medidas confiscatorias. "Se lanzaron sin red", decía uno de sus enemigos. La verdad, resulta de una inocencia mayor suponer que aquel anuncio tan controvertido no contó con el paraguas protector de Cristina y Néstor. ¿Cómo decir, sin sonrojarse al menos, como lo hacen en el devidismo, que Lousteau actuó de manera inconsulta?

Lousteau abrió su boca de manera inusual por esas horas, ante cuanto micrófono se le puso enfrente, para defender su posición: sabe en la intimidad que hay quienes desde el gobierno quieren convertirlo en el pato de la boda si las cosas no terminan por enderezarse a gusto del matrimonio.

Dos últimas comprobaciones. La primera es que Kirchner reasumió la Presidencia, en sentido apenas figurado, durante las horas calientes. Suyas fueron todas las estrategias montadas, las frases más calientes de los dos discursos de Cristina en el Salón Sur y en Parque Norte. Y manejó con rienda corta a los gobernadores que amenazaban sacar los pies del plato. La dama asintió en cada oportunidad sin chistar.

La siguiente: los Kirchner han terminado por refugiarse definitivamente en el más viejo peronismo. En sus banderas y sus consignas. Gobernarán desde el peronismo, que ya ha demostrado que es temible cuando está en el poder y cuando siente amenazadas sus posiciones. Los transversales y los concertadores plurales son desde ahora meros convidados de piedra sin voz ni voto.

En medio de semejante fárrago, Guillermo Moreno aprovechó para colar en los diarios su última burla al ciudadano común: la inflación de marzo fue de apenas el 0,6 por ciento.

La Nueva Provincia

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